Sagrado corazón

por Horacio Paz


Llegamos tarde por culpa de Joaquín. No hay lugar dónde estacionar, dejamos el auto a la vuelta de la casa y caminamos entre el césped mojado y el barro. Estoy enojada con mi marido, con sus horarios, con la camisa celeste que eligió, con su sonrisa estúpida, con sus bromas.

-Se me van a ensuciar con barro los zapatos nuevos. ¿No podías dejar el auto más lejos?

-Te puedo alzar- me dice mientras salta por sobre un charco enorme agarrándose de un árbol

-¿Estás loco? Si me ven llegar así mejor que no vaya a trabajar el lunes. No sabés cómo son todos en mi trabajo- deseo estrangularlo, pero él parece divertido.

-No, la verdad es que no sé cómo son, pero esta noche me los vas a presentar. Vení, pisá en esa piedra de allá. Agarrate de mi mano.

-Mirá… me enterré el taco hasta el fondo. No te riás porque nos volvemos

La fiesta es en la casa del dueño del colegio, si por mí fuera no hubiera venido, pero me dijeron que no sería conveniente faltar, menos siendo nueva.

Había empezado a trabajar en el Sagrado Corazón a principio de año gracias a una recomendación de mi cuñada. La alegría por el nuevo trabajo me duró casi un mes. Luego, un día me encontré en la sala de profesores quejándome igual que las maestras más viejas. No soportaba tener que rezar el padrenuestro todas las mañanas, no soportaba al cura que nos visitaba los viernes, no soportaba los chicos de séptimo, ni a los padres de los chicos de séptimo que consideraban que la cuota (sumamente onerosa) me convertía en su empleada.

-A ver, dejame que te limpie con mi pañuelo

Me apoyo en el hombro de Joaquín y levanto el pie izquierdo, siento el frío húmedo del barro en el empeine. Mi marido me pasa el brazo por la cintura para ayudarme a mantener el equilibrio y con su pañuelo me saca el barro del zapato. –Ya está, no se nota nada.

-Seguro que se dan cuenta, algunas de mis compañeras son unas harpías.

A media cuadra se oye el bullicio de la fiesta. Ana Belén grita por las ventanas, entre el rumor de voces.

-Listo, ya podés bajar el pie.

-¿Qué vas a hacer con ese pañuelo? Ni se te ocurra guardarlo.

Se queda quieto, la mano a medio camino entre mi zapato y su bolsillo. Todavía me tiene tomada por la cintura y yo sigo apoyada en él con mi pie levantado, haciendo equilibrio. Parecemos personajes de una película de Woody Allen.

-¿Y qué querés que haga?- sorprendido, arquea las cejas y me mira por encima de sus anteojitos redondos.

-Tiralo ahí- le señalo un rincón oscuro debajo de un cerco de ligustros.

-¿Cómo se te ocurre?

Así es él. No lo iba a tirar, no por lo que pudiera costar el pañuelo, sino por el hecho de dejar basura en la vereda. Ese rasgo de su carácter es una de las cosas que me enamoró de él, hace mil años.

–Mirá, lo voy a tirar adentro, busco un cesto y lo tiro

-No vas a encontrar ningún cesto y no podés entrar a la fiesta con el pañuelo sucio en la mano a la vista de todos. Escuchame- le digo mientras me suelto de su brazo y tomo el pañuelo con la punta de los dedos- lo dejamos acá y cuando salgamos lo recogemos así no hacemos mugre ¿te parece?- agrego mientras arrojo el pañuelo.

–El sábado a la noche es la reunión de Pascuas. Es para matrimonios, yo voy sola porque no se puede llevar a los novios- me dijo Valeria, la profesora de música.

Valeria era unos cinco años más joven que yo. Me contó que había estado de novia quince años con el mismo chico, desde la secundaria. Tenían una casa en vista y habían fijado fecha pero a último momento había decidido pisar el freno.

-Todo venía bien, incluso me llevaba bárbaro con la madre de él- me dijo en la sala de reuniones, al poco tiempo de conocernos- Parece mentira pero todavía me siento culpable, no hay terapia que me quite ese sentimiento, creo que me voy a terminar resignando

-¿Pero, les pasó algo?- pregunté cuando sonaba el timbre para volver a clase.

-¿Querés saber si hubo un tercero? No, nada que ver. Es como que algo me venía haciendo ruido desde hacía un tiempo y no me daba cuenta.- me dijo acomodando sus libros y apagando el cigarrillo antes de salir para su grado.

La casa es muy grande, como casi todas las del barrio. Parece una de esas mansiones de Luisiana donde el amito blanco descansa en una reposera mirando su plantación de algodón. Hay un camino de piedra desde la vereda por donde camino sin hundir mis tacos Mientras avanzamos hacia la casa veo a Francisco conversando en la galería y siento que se me aflojan las piernas. Me había dicho que no vendría.

-Hola, les presento a mi marido: Joaquín, ellos son Francisco, Carmen, Yolanda.

-Buenos días -saludó Carmen, la vice-, esta es la primera reunión de docentes del año lectivo, ¿cómo están? Antes de comenzar, el profesor Francisco Soria, nos dirigirá unas palabras.

-¿Siempre es así?- le dije por lo bajo a Valeria.

-Esta es una escuela religiosa- me contestó con un guiño pícaro-, necesitamos la reflexión del maestro de religión.

No tenía nada contra la religión. Pero al escuchar a Francisco me sentí arrastrada al pasado. De niña, había vivido una falsa libertad de credo. Mi padre era agnóstico y mi madre una cristiana fervorosa. No había discusiones, pero el ambiente se tornaba tenso cada vez que mi papá nos planteaba su escepticismo. Sin embargo, a mi papá no le interesaba convencernos, apenas levantaba la vista por encima del diario los domingos, al vernos partir para misa. Creo que su pasividad me resultaba exasperante.

-Me parecías muy pedante- le dije al final de la reunión a Francisco.

-¿Por qué?- me contestó sonriendo, sin ofenderse.

-Porque, como maestro de religión te ponés en pose. Aquí, entre tus compañeros, sos una persona normal, pero cuando hablás al inicio de la reunión parecés el Arzobispo de Canterbury

-Mal ejemplo, justo ese es de la competencia- me dijo divertido. -De Enrique VIII a esta parte está en la otra vereda.

-A lo que voy es que te transformás, te posesionás con el papel. No te ofendás, salvo por ese momento sos una persona agradable.

-Soy la misma persona- agregó buscando algo en el bolsillo de su saco. –No sabía que sueno tan raro cuando hablo del evangelio. ¿Vos no sos creyente?

-No me delates, por favor- le dije bajando la voz, con un poco de sorna.

-No te preocupés- no parecía escandalizado- yo tengo una hija adolescente que está pasando por lo mismo- agregó con un guiño. Sabía devolver los golpes.

Luego se nos acercó Valeria y cambiamos de tema. Cuando nos retirábamos, Francisco me entregó la tarjeta que había estado buscando en su saco.

-Tengo un grupo de reflexión, nos reunimos los jueves en la sede del episcopado por si te interesa.

No me interesaba, pero le recibí la tarjeta por cortesía.

Cuando le presento a mi marido, Francisco lo saluda con naturalidad, también a mí. Me pongo tensa, prácticamente empujo a Joaquín hacia adentro.

-Me hace frío, pasemos- le digo.

La casa está llena de gente, pero contra todo anuncio, faltan muchas de mis compañeras, incluida Valeria. El dueño viene a recibirnos con su esposa. Saluda a Joaquín afectuosamente

-Ah, por fin lo conozco, contador- le dice marcando exageradamente el título, sin saber cuánto le desagrada eso a mi esposo, pero Joaquín es un caballero. Su esposa me toma del brazo y me lleva hacia el living para presentarme a un grupo de profesoras del otro turno. Tomo al pasar una copa de vino que me ofrece un mozo bajito, la última de la bandeja.

-No fuiste a la reunión que te invité- me dijo tiempo después Francisco, un rato antes de la siguiente reunión de maestros.

-Estuve ocupada armando mi grupo de agnósticos- le contesté.

-Avisame cuando esté funcionando porque me interesa, siempre tuve curiosidad.

Después, ante la invitación de la vice para que diga las palabras de apertura, se transformó: Mr Hide, el Increíble Hulk, el hijo de la Bestia, y comenzó a hablar de una epístola de no sé qué.

Luego de la tercera copa de vino descubro que no me interesa la charla del grupo. Busco refugio en Joaquín. Está en el comedor hablando de las elecciones con el dueño y el esposo de la vice. No importa que defienda ideas opuestas a las de ellos, él siempre consigue ser escuchado. Jamás pierde el aire de suficiencia. Ríe fuerte y sostiene, como al descuido, una copa en su mano derecha, tomada por el borde superior, mientras mantiene la mano izquierda en su bolsillo. Lo tomo del brazo.

-Vamos a la casa- le digo al oído- no me siento bien.

-No comiste nada, estás tomando vino con el estómago vacío- me contesta mientras me lleva hacia un sofá del living. Al rato vuelve con un plato con sanguchitos y canapés.

-Estos de acá son de de palmito y éstos de jamón crudo. Probalos, están buenísimos.- me dice mientras se sienta a mi lado

-Vos te sentís cómodo en donde sea- le digo. –A mi estas fiestas no me gustan.

-Ya sé, pero era necesario que vinieras. Por eso te estoy acompañando.

-Tenías un asado de tu trabajo.

-Se juntaban los muchachos, no era nada importante. No te preocupes.

-Todos los viernes tenés alguna salida -le digo antes de terminar la copa de un trago.

Me mira sorprendido. Se empuja los lentes con el índice. Él también se toma de un trago su copa.

-Voy a pedir más ¿Qué querés que te traiga?

-Vino blanco.

Cuando nos casamos Joaquín comenzó a trabajar solo. Su padre lo ayudó un poco. Comenzó con una pequeña empresa. Luego vinieron años malos, de no poder levantar cabeza. Se fundió y comenzó a trabajar en relación de dependencia. Siempre se las arregló para traer plata a la casa. No sé cómo lo hacía. En esa época, hasta tuvo que ir a trabajar a Córdoba, volvía cada quince días, fue cuando nació mi hijo mayor. En ese momento comencé a pensar que podía tener otra mujer. Me quedaba llorando de noche, abrazada al bebé. Me angustiaba al pensar que pudiera dejarme. Nunca se lo dije. Fantaseaba con tomar un ómnibus con mi hijo y caerle de sorpresa. En los años siguientes muchas veces tuve la misma sensación. A veces le revisaba los bolsillos o la agenda. Revisaba los resúmenes de la tarjeta de crédito. Nunca encontré nada. Después volvió a montar una empresa, a los dos años puso otra, con otros socios. Compramos una casa, pude estudiar y recibirme, salí a buscar trabajo, entré en el Sagrado Corazón de Jesús.

-Te conseguí espumante- Joaquín vuelve con una copa alta para mí y una de vino tinto para él.

Toma un sándwich del plato y se sienta a mi lado. Lo come mientras mira distraídamente a una rubia alta que conversa en el otro salón.

-Siempre te gustaron la rubias- le digo tomando de un trago la mitad del vino. -no sé qué hacés conmigo

-¿Qué decis?.

-Estabas mirando a esa rubia de allá.

-No seas tonta, no miraba a nadie- se saca los lentes y los empieza a limpiar con la punta de la camisa. La nariz parece muy grande, desproporcionada, los ojitos muy chicos. Todavía tiene brazos firmes, como cuando jugaba al tenis, hace un millón de años. No crió demasiada panza. Sale a correr, va al gimnasio de vez en cuando.

-Es muy linda- Le digo señalándola con la copa. Tiene un vestido negro con la espalda descubierta y el pelo rubio, con bucles, recogido por detrás de la cabeza, parece una diosa griega.

Joaquin me mira incómodo. –A mi me gustás vos- me dice casi sin convicción. Le sonrío y le acaricio la cara áspera por la barba de un día. Hace tiempo dejó de observar que estoy más flaca que la mayoría de mis compañeras, que puedo lucir una bikini casi sin complejos.

En ese momento se nos acercan mis compañeros, casi todos los que estaban en la fiesta excepto Francisco que se pasea por fuera de casa con una profesora de educación física, lo puedo ver a través de las ventanas.

-No es necesaria la fe, por lo menos no como todos la pensamos- Me dijo Francisco en un café del centro, la primera vez que nos encontramos -El centurión no era creyente, sin embargo Cristo obró el milagro igual.

-¿Cual Centurión? ¿Ese de "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa…"?

-El mismo. Era romano. No practicó los ritos, sólo dejó entrar a Cristo.

-¿Lo dejó o no lo dejó? Porque yo vi la película y Jesús no entra en su casa, lo cura por control remoto.

-Es una forma de decir- me dijo divertido mientras llamaba al mozo pidiendo la cuenta- ¿Sabías que San Pablo tampoco era creyente?. Un día en el camino a Jerusalén se le apareció Dios…

-Ah, que vivo, así cualquiera. Si se me aparece Dios yo también me convierto.- Lo interrumpí.

Una vez más mi esposo se transforma en el centro de la charla. Nos habíamos puesto de pie para conversar con el grupo. Todos se ríen de la anécdota de Joaquín con la esposa del gobernador. Siempre que quiere impresionar la cuenta. Le pido a Carmen que me acompañe a baño, Yolanda viene con nosotras.

-Es terrible tu marido- me dice Yolanda mientras se maquilla frente al espejo- mirá vos, confundirla a la esposa del gobernador con la mucama. ¿"Traeme otro whisky" le dijo? Ay, que manera de reírme, ojalá mi marido fuera así.

-¿Así cómo?

-Así, ocurrente, divertido, no sé.

No le contesto. Salgo del baño y me cruzo con Francisco. Ambos desviamos la mirada. Llego hasta Joaquin, me acerco por detrás y le digo: -Vamos, ya estoy cansada, no doy más.

Saludamos. Buscamos a los dueños de casa para despedirnos. Nos cruzamos con la rubia alta, la diosa griega. Pasamos a su lado y Joaquín parece que tuviera un palo en el culo, no la mira ni por el rabillo del ojo. Avanzamos en silencio por el camino de piedra hasta la calle. Cae una lluvia fina pero no me importa mojarme, no me importa pisar el barro con mis zapatos nuevos. Ricardo Montaner canta despidiéndonos.

-Como odio esa música -le digo a Joaquín.

Caminamos despacio hasta el auto. Pasamos al lado del pañuelo sucio y no lo recogemos.

El humo

por María Elena Spina

El atardecer es el peor momento, cuando el humo se pone más espeso y se mezcla con los vapores de la ciudad. Ana está parada frente a la boca del subte. ‘No me quiero morir como una rata, asfixiada bajo la tierra’, piensa y no baja las escaleras. Son las seis, las luces de la calle están prendidas, brillan rodeadas cada una de una aureola anaranjada y los autos tienen los faros encendidos. Ana camina hasta su casa. Hay poca gente y un resplandor malsano. Se apura, trata de no oler. En un rato va a estar en la bañadera llena hasta el borde, con la cabeza hundida bajo el agua, a salvo por unos segundos. Le duelen las muñecas, los hombros y las rodillas.

La primera vez que Ana notó el humo entrando por la ventana de la cocina, creyó que había un incendio en el barrio. Después supo que el humo estaba en toda la ciudad. Esa noche, se quedaron con Lucho hasta tarde sentados en el balcón, oliendo el olor áspero a madera quemada, que les recordaba viajes juntos, noches de campo y fogones. Se llenaron de nostalgia, hablaron mucho y se fueron a la cama con las ventanas abiertas. Cuando se despertaron al día siguiente y el humo seguía, el amanecer les trajo recuerdos de los amaneceres brumosos que habían conocido en Alemania. Ana salió a trabajar en un Buenos Aires desconocido. Con el sol del mediodía, el humo se hizo tenue pero volvió a la tarde y Ana y Lucho empezaron a sentirse incómodos y a hablar, como todos, de quemas y pastizales y de los posibles culpables. Les ardían los ojos, se les secaba la piel. En los días que siguieron, a Ana empezó a darle náuseas el olor amargo que impregnaba todo, y muchas noches soñaba que se moría bajo una montaña de hojas secas.

Pasaron tres semanas y ellos, como los demás, esperan que una lluvia lave la ciudad. Hace calor, el invierno no empieza.

Ana llega a su casa. Hay una ambulancia estacionada frente al edificio, una luz verde intermitente. Reconoce en la camilla a la vecina del piso de abajo. Los viejos no resisten, piensa. Cuando abre la puerta del departamento, huele humo, más humo adentro que afuera. Lucho está acostado en el sillón del comedor con la televisión prendida y sin sonido. En el piso se amontonan vasos y latas.
-Quedó una ventana abierta, - le dice - otra vez. Cómo no te das cuenta.
Va para el baño y cierra la ventana, aunque da lo mismo, el humo está en todas partes. Pone a correr el agua, se saca los zapatos y vuelve al comedor. Se para detrás del sillón. Lucho tiene puestos la remera y el pantalón corto que usaba a la mañana, Ana está segura de que no se movió del sillón en todo el día. Las imágenes del noticiero son borrosas. Hay soldados, oscuros, armados, con cascos y máscaras. Y hay hombres, mujeres y chicos con barbijos, que tratan de pasar.
- Los mexicanos entraron en pánico.-dice Lucho- Se enferman los animales, se enferma la gente. Los yanquis mandaron el ejército a la frontera.
-¿Vos crees que también hay humo allá?
-¿Humo? El humo no tiene nada que ver.
La filmación es corta y la pasan una y otra vez. ‘Pandemia: suman seis mil los muertos’ dice el titular. En un aeropuerto hay soldados o policías enmascarados y gente asustada. -¿Dónde es?- pregunta Ana.
- Frankfurt, Londres, Ámsterdam. Qué sé yo. En todos lados es lo mismo. A los que llegan, los amontonan en cuarentena.
-¿Y acá?
-Acá nada, de acá no te van a decir. Te vas a morir y ni te vas a enterar.
-Acá nos va a matar el humo.
Se repiten las imágenes silenciosas. Lucho mira hipnotizado hasta que suena el grito de Ana, desde el baño:
-¡El agua! ¡También se contaminó el agua!
La bañadera está llena de un líquido gris. Lucho cierra la canilla, saca el tapón y los dos se quedan mirando como el agua baja y las cenizas quedan pegadas en la pared de loza. Ana llora.
-Vámonos de acá, vámonos a algún lado, hasta que se acabe el humo.
Él no le dice que no es para tanto, no le dice que no exagere, que todo va a estar bien. No la abraza.
- Vámonos al sur, - dice-vamos a la cabaña.
A cada uno le da miedo el miedo del otro.

Lucho maneja, Ana ceba mate, extrañados de estar viajando.

Esa noche, llenaron una mochila con ropa, buscaron las bolsas de dormir, los dos con la misma urgencia. Ana trató de llamar a su hermana y a los del laboratorio para avisar que se iba, pero las líneas estaban muertas. A Lucho no le importó avisar a nadie. Se acostó a dormir unas horas para despejarse. Ana, que no podía quedarse quieta, salió a cargar nafta. En la estación de servicio los autos hacían cola como en víspera de vacaciones. Mientras esperaba vio en otro coche a una mujer mayor, muy maquillada, que se persignaba. Cuando fue su turno, la nafta se había acabado y tuvo que buscar otra estación. Volvió al departamento a la madrugada. Lucho dormía. Se acostó al lado de él y soñó que los dos estaban en una canoa en medio de un lago, inmenso y liso como un cristal, y que ella se mojaba las manos en el agua helada. Se despertó, se pasó una toalla húmeda por la cara. Lucho se había levantado y cargaba botellas de agua mineral. Cerraron todo y se fueron. Las latas de cerveza quedaron tiradas en el piso.

Todavía no amanece y en la General Paz flotan bancos de niebla y humo. Van despacio con las luces altas prendidas.
- ¿Por qué tanto coche?
-La misa en Luján. Era hoy.
Hay camionetas y micros anaranjados. Por las ventanillas empañadas se ve que adentro la gente canta o reza.
-¿La misa es por el humo?
-No creo. Por la epidemia será.
- Por la epidemia y se amontonan todos… Dios mío, nos estamos volviendo locos.
Ana se imagina la basílica, las torres que se pierden en la niebla y la plaza llena de gente, como en una película.

Toman un desvío. En Mercedes vive Hugo, el primo de Ana, en el campo que era de la familia. Todos los años, cuando ella y Lucho salen para el sur, paran allí a desayunar, es el principio del viaje. Dudaron si ir o no esta vez pero ahora, mientras avanzan por el camino de tierra, los dos se sienten inesperadamente aliviados. Hablan de los colores que va a tener el bosque de lengas, y de que van a estrenar la salamandra nueva. Hablan de las caminatas que van a hacer y de que Lucho va a retomar la traducción del libro que dejó abandonada desde que empezó el humo.
- Vamos a estar bien los dos.-dice Ana.

Cuando llegan, la tranquera está abierta y la casa tiene las luces prendidas. Sale Hugo con la campera puesta sobre el piyama y corre hasta el auto.
-¿Pasó algo malo?- pregunta, mientras se bajan.- ¿Los chicos están bien?
Les dice que la mujer se fue la tarde anterior a Buenos Aires con los mellizos.
- María se los llevó en la camioneta. Tenían una tos fea. Todavía no pude comunicarme, no hay señal.
Está con cara de no haber dormido.
-Tendría que haber ido yo también, pero no quería dejar el campo solo. Desde hace unos días se están enfermando los conejos.
-Los conejos.- dice Ana.
- Les agarra una especie de moquillo y a la mañana amanecen muertos.
Están los tres parados al lado del auto, muy juntos.
- ¿Me llevan a Buenos Aires?
-Nosotros vamos para el sur.
-¿Al sur, ahora?
No le dicen que es por el humo.
- Entonces déjenme en la terminal, me tomo el ómnibus. Ya vengo.
Ana y Lucho suben al auto.
- Conejos muertos.-repite ella.- ¿Viste la cara de Hugo?
-Es que está solo. Sin María, a tu primo se le viene el mundo abajo.
-Por qué no volvemos a casa.-dice Ana. - De paso lo llevamos.
- No, Ana, a Buenos Aires no volvemos. Mañana vemos amanecer sobre el lago.
Llega una moto sin luces, haciendo un ruido sordo que se ahoga en la niebla. Se acerca a la casa. Hugo sale con una linterna y los dos hombres hablan un rato parados frente a la puerta. Después se van para atrás, donde están los animales.
Que se apure, piensa Ana.
Hugo vuelve a la casa, sale con un bolso, ni se peinó. Se sube al auto.
-Más bichos muertos. Le dije al chico que por lo menos se encargue de sacarlos del galpón, que no se contagien todos. Que los queme afuera. No sé que es esta peste. Nadie sabe.
Ana empieza a sentirse mareada.
- Para colmo este humo de mierda. ¿Hay tanto humo en Buenos Aires?
-Sí. Hay.
Se le ocurre que Hugo no se lavó las manos. Saca unas toallitas húmedas y se pasa una por la frente y por los brazos. Lucho maneja rápido, van a los saltos por el camino de ripio, los tres callados hasta el pueblo.
- Buen viaje- les dice Hugo cuando se baja.- Y paren a saludarnos, a la vuelta.
-Cuidáte. Te llamamos.-dice Lucho.
Ana quiere decir algo, pero no puede, está enojada.

Se alejan despacio de la terminal llena de gente que va y viene. Ana cierra la ventanilla, la vuelve a abrir.
- Quedó olor en el auto. Como un olor a bicho muerto, ¿sentís? El olor que traía Hugo encima.-dice. -Lucho, ¿sabés qué?
-Ana, no. No empieces.
- Estoy segura, el humo es por los animales. Queman animales. No me digas que no se te ocurrió. Montañas de bichos muertos en todas partes, conejos, pollos, ¿te imaginás? Capaz que hasta animales grandes se están muriendo. De ahí viene el humo, y nadie lo dice. No de los pastizales.
-Ana, basta. No seas tonta. Levantá la ventanilla.
-Me siento mal, me duele todo.
-Basta. Poné música. Dormite un rato.
Ana piensa en las parvas de cuerpitos peludos y chamuscados y en la tos de los mellizos.
-Suerte que no tenemos hijos.
En un rato están otra vez en la ruta. ‘We're just two lost souls swimming in a fish bowl’, canta Lucho bajito. Ana cierra los ojos.

La despierta la vibración. El viento sopla de costado en ráfagas que sacuden el auto. Ana mira el reloj del tablero. Son casi las nueve y todavía no amanece.
-Es por el polvo. Aquí tampoco llovió.
El cielo se ve bajo y oscuro, y hay como un paredón negro en el horizonte. Al borde del camino pastan vacas, negras en el campo amarillento.
-Que colores.- dice Lucho.
-Dan miedo. No hay casi autos, no hay camiones.
-Mejor.
Es la hora en la que Ana llega al laboratorio, prende la computadora, se sirve un café. Le gustaría estar allí. Mira a Lucho, que maneja rígido, inclinado hacia el parabrisa. Estira el brazo y le pasa la mano por el cuello.
-¿Seguro que no querés volver?
El aleja la cabeza.

No hay nafta en Pehuajó. Lucho quiere seguir.
-Es mejor esperar, -le dice Ana, -el camión del combustible tiene que llegar de un momento a otro.
Igual, parece que no se consigue nafta en ningún otro lado. Hay mucha gente en el bar, algunos pasaron la noche. El baño está cerrado, las heladeras vacías. Ana compra pastillas de menta y busca una botella de agua mineral en el baúl. Toma un poco y se moja las manos resecas. Le da el resto a una mujer con un bebé que llora y tose, también le da su caja de toallitas. Sentada en un rincón, hace palabras cruzadas.
Pasan las horas. Lucho sigue en el auto, recostado sobre el volante. No quiere bajarse, ni comer. Cuando por fin llega el camión, Ana sale del bar y lo ve discutiendo con el del coche de atrás, un tipo con barbijo, a los gritos los dos, hasta que por fin la cola avanza.

A las cuatro de la tarde están otra vez en la ruta. El viento sigue barriendo los campos y hay un resplandor como de atardecer, rayos que se cuelan en la atmósfera de humo y polvo.
-Y si tampoco hay nafta en Acha, ¿qué?
-Que sé yo, Ana, ya veremos.-dice Lucho. -Fuiste vos la de la idea de viajar, ¿no?
-Ahora quiero volver.
Lucho acelera.
-Llevo horas manejando en esta puta niebla. Horas en la cola. Déjame en paz.
-Quiero volver.
Ana no sabe discutir. Repite:
-Volvamos.
Lucho no contesta y el silencio va llenando cada rincón del auto. Ana apoya la frente contra la ventanilla. Por lo menos las lágrimas le alivian los ojos secos.

Cruzan algunas camionetas, cargadas de gente y de cosas. Ven un auto parado en la banquina, sin luces, y dos hombres que les hacen señas. Lucho no frena. El puesto de policía de Catriló está a oscuras: los conos de plástico anaranjados ruedan en medio de la ruta.

Ana está mareada. En los viajes a Mar del Plata, de chica, le decían: pensá que ya llegaste, pensá en el olor del mar. Ahora se imagina en una cama de sábanas blancas. Trata de recordar el perfume de la lavanda que florece detrás de la cabaña en verano.
-Pará. Que voy a vomitar.
Lucho frena en la banquina. Ana abre la puerta del auto y dos pájaros grandes y oscuros aletean y levantan vuelo. En el fondo de la zanja, al borde del camino, hay un animal muerto: una vaca con las tripas afuera. Ana se tapa la nariz y la boca pero siente la arcada subir.
-¿Mejor?- le pregunta Lucho cuando vuelve al auto. El también está muy pálido, con los ojos rojos. Ana le toca la frente.
- Tengo fiebre.
Se toma dos aspirinas con el agua tibia que queda en el termo.

En la estación de servicio de General Acha no sale nadie a atenderlos, pero hay luz en el bar, una luz blanquecina, y adentro un viejo y una vieja sentados. Ana golpea el vidrio sucio hasta que la mujer se para y abre la puerta. Tiene un mameluco, botas y se tapa la nariz y la boca con un pañuelo.
-¿Tienen nafta?
-Tenemos, señora.- Parece extrañada de verlos. - ¿Van para la capital?
Lucho se acerca, caminando como si estuviera borracho.
-Cargá vos, – dice – que yo voy a tomar algo.
Se sienta en la salita. Las dos mujeres van para el auto.
-¿De dónde son? – pregunta la vieja.
Hay dos perros tirados en medio del paso. Ana le toca el lomo a uno, con el pie. Por un momento piensa que está muerto. El perro mueve una pata, pero no se levanta.
-Cubrasé, señora, que el aire le va a hacer mal.- dice la vieja. – En el pueblo cerramos todo. Hay que poner trapos mojados, para que el olor no entre en las casas.
-¿Qué es este humo? ¿Usted sabe? ¿Qué es lo que están quemando?
-Nadie quema nada. El aire se puso malo. Dicen que hay que irse al mar, que ahí el aire es mejor. Dicen que acá se va a acabar el agua.
Empieza a llenar el tanque y tose de tanto en tanto.
-¿Van para la capital?- vuelve a preguntar.
-De ahí venimos. – dice Ana – Vamos para el sur.
-Les conviene volverse, señora. Mi hijo se fue para Buenos Aires, con la mujer. Yo también quería ir, pero el viejo no. Dice que prefiere morirse acá.
-No se va a morir nadie -dice Ana.
La vieja termina de cargar y cuelga la manguera en el surtidor.

Lucho está recostado sobre una mesa, con la cabeza entre los brazos. Ana se sienta al lado.
-Está mal, el hombre.-dice el viejo.- Le preparé un té de yuyo.
­-A mí déme un té común. ¿Tiene agua mineral?
-Soda, nomás. Si quiere, se lo preparo con soda.
Lucho levanta la cabeza, está muy rojo. Mira a Ana, como si le costara reconocerla.
-Tenías razón. Había que volver.
Ella pone una mano sobre la mano de él. Está helada.
-Lucho, tenés mucha fiebre.
-No puedo manejar más. Quedémonos a dormir acá, busquemos un hotel y mañana nos volvemos. Tenías razón, Ana, había que volver, perdonáme.
Parece que se va a poner a llorar.
‘Otra vez me hacés lo mismo’, piensa Ana, ‘otra vez me dejás sola’. Respira hondo y dice:
-Ahora hay que seguir. Acá no podemos quedarnos. Está todo cerrado, la gente se enferma, la gente se va. Sentís el olor, es como estar en un basural. Este es el peor lugar.
Los viejos miran la televisión, un concurso donde bailan chicos disfrazados.
-¿No hay un noticiero?- pregunta Ana. La vieja no la escucha y le sonríe.
El té está oscuro, apenas tibio. Ana le pone mucha azúcar y se lo toma de un trago, sin sentirle el gusto.
- Yo manejo, Lucho. Son unas pocas horas más, el cruce del desierto, y llegamos al valle. Dormimos en Roca o en Cipoletti. Ahí está el río, hay agua.
-Perdonáme- repite Lucho.
Cuando salen la vieja la agarra del brazo.
-Ustedes todavía son jóvenes-dice.

Lucho tiene frío. Ana saca una bolsa de dormir del baúl. Lo ayuda a meter las piernas adentro y a acomodarse en el asiento reclinado. Es noche cerrada. Los faros del auto abren dos túneles de luz que se diluyen a pocos metros, en la nada. Va despacio, concentrada en la línea blanca de la banquina.

Toca la frente seca de Lucho.
-A vos la fiebre te sube enseguida. Tu mamá siempre cuenta que de chico delirabas. Ya vas a estar bien.
Pone el único cedé que trajeron, para no oír el ruido del viento. ‘Esta música no la quiero escuchar nunca más en la vida’, piensa. Calcula que tienen una hora todavía por la pampa, después el desierto, la represa y la larga bajada hasta el valle.
-Lucho- dice- ¿te acordás, el verano pasado? Hacía tanto calor. Paramos en Roca. Yo no quería, vos me convenciste. Compramos duraznos. Los mejores duraznos de nuestras vidas, enormes, jugosos. Los comimos, sentados en el pasto, al borde del canal. Después nos descalzamos, metimos los pies en el agua. Había unos chicos que se bañaban.
Lucho respira con ruido.
- Nos quedamos a dormir, ¿te acordás? Era una hostería medio alejada. A la noche, se oía el ruido del agua. Podríamos parar ahí. Lucho, ¿me escuchás?
Le pasa la mano por el pelo.
- ¿Qué frutas habrá ahora en el valle? Es la estación de las peras. Peras de invierno, las llaman. Quizá haya uvas, me gustaría ver las uvas en los viñedos.

Pasan un cartel. La reserva está a doce kilómetros. Una vez, un ñandú cruzó la ruta con la cría y se paró del otro lado, mirándolos. Lucho les sacó una foto.
-¿Qué se habrá hecho de los ñandúes?- dice Ana.
Le duele la nuca. Es un dolor que sube, le recorre el cráneo y se concentra en una puntada sobre los ojos. ’Tengo que aflojarme’.
Suena un bocinazo, como la sirena de un barco. Un camión viene de frente, una mole con luces rojas y verdes. Ana se tira a la banquina.

Baja la música. Desde hace un rato, le parece sentir una vibración en el volante, no es sólo el viento. Acelera, el motor hace un ruido cada vez más ahogado. El auto va a los tirones y al final se para. Vuelve a darle arranque, una, dos, tres veces.
-Lucho, se quedó el auto.
La voz le sale ronca.
-Es la nafta de mierda que nos vendió la vieja. Vieja de mierda.- dice. Le tiemblan las manos.
-¿Qué hago ahora? Lucho, decíme algo.
Le sacude el brazo. Lucho gira la cabeza y la mira. Al final dice:
-Ana, no importa.

Ana está con la frente apoyada sobre el volante. Respira hondo.
-Voy a buscar ayuda. Tiene que haber un guardaparque en la reserva, un cuidador. Alguien que nos venga a buscar. Alguien que te atienda.
Le parece que Lucho contesta algo, pero es un quejido.
Se baja del auto. Del asiento de atrás saca un pañuelo y se lo ata, tapándose la boca y la nariz. Sigue soplando un aire que quema.
-Ya vengo.-dice.
Da unos pasos y vuelve a buscar la billetera. Empieza a caminar. Se siente en una cueva inmensa, donde no llega ninguna luz, ni de la tierra ni del cielo. Va muy despacio. Para no perderse, sigue el borde de la banquina, arrastrando los pies: uno sobre el asfalto, el otro sobre el pedregullo. Cada tanto acerca la mano izquierda a los ojos y prende la lucecita azulada del reloj pulsera para asegurarse de que su cuerpo está ahí, de que no se disolvió en la oscuridad. ‘Ayer a esta hora estábamos en casa’, piensa, ‘mirábamos la televisión.’
Patea algo. Tropieza. Se cae para adelante sobre un bulto peludo y húmedo. Grita de asco mientras se para. Parece el cuerpo de un animal grande que todavía se mueve. Ana retrocede y se limpia las manos frotándolas sobre el costado del pantalón.
-Esto no puede ser. Esto no me puede estar pasando. Esto no me está pasando- repite varias veces en voz baja.
No se anima a seguir, da media vuelta. Empieza a correr por el medio de la ruta, hasta que siente miedo de no ver el auto y perderse en la oscuridad. Entonces se arrima a la banquina y retoma la marcha lenta.

Lucho sigue ovillado sobre el asiento.
-Mejor esperamos aquí.- le dice.-Ya va a pasar alguien. Está demasiado oscuro afuera.
Prueba el arranque, una vez más, y prende las luces de la baliza. Sale del auto y se queda afuera apoyada contra el capot.
-Que pase alguien, que pase alguien- dice, en un rezo, mientras las luces se prenden y apagan. Se le cansan los ojos, de tanta oscuridad.

La fiebre le está subiendo a ella también. Siente escalofríos. Saca una botella de agua del asiento de atrás, todavía quedan varias, y las aspirinas. Se toma dos. Disuelve otras dos en la tapa del termo, y se las da a Lucho, despacio.
-Me explota la cabeza -dice él. Casi no se le entiende, de tan seca que tiene la boca.
-¿Dónde estamos?
-Nada, dormíte. Ya nos van a venir a buscar.

Ahora Ana está en el auto, acurrucada al lado de Lucho. Se metió en una bolsa de dormir, ella también. Tiene frío.

-Me escuchás, Lucho – dice en un murmullo. - Te lo conté muchas veces. Lo que me decía mi hermana cuando éramos chicas. Que cuando se iba a dormir, y estaba triste o asustada, podía elegir donde quería despertarse. Hay que pensarlo muy fuerte, me decía, y lo lográs. Yo le creía. A mí no me funcionaba, pero igual le creía.
-Mañana me quiero despertar en casa, en nuestra cama, abrazada a vos. Quiero que me despierte la radio, y el olor del café. Lucho, quiero despertarme en casa.
Va cayendo en un sopor en el que camina entre pájaros muertos. Alguien le da una pala y empieza a palear. Tira los pájaros en una carretilla. Le duelen los brazos y la espalda. Siente un cansancio infinito.

Abre los ojos. Afuera sigue oscuro y las luces de la baliza se apagaron. Lucho está inmóvil, casi no se escucha su respiración ronca. El reloj pulsera marca las nueve. Quizá durmió mucho y ya es la noche siguiente. Quizá es de mañana y no amanece. Tiene un gusto amargo en la boca y le quema la frente y todo el cuerpo. Le faltan fuerzas para estirarse y buscar una botella de agua. Vuelve a cerrar los ojos.


Por fin la despierta el sol que entra por la ventana y da de lleno sobre las sábanas. Lucho ya se levantó. Ana se para, descalza sobre el piso de madera, y lo ve afuera, cortando leña. Golpea el vidrio para llamarlo. Las hojas de los árboles están rojizas y el lago es un espejo inmóvil, verde claro hasta el veril y después azul profundo.

Ahora están en la playa. El borde del agua forma una línea quieta. Ana está sentada sobre las piedras tibias con su hermana en uno de esos atardeceres interminables del sur. También están Hugo y María. Los chicos se alejaron. Ven sus siluetas, los dos parados sobre una roca plana, con sus cañas, ahí donde la playa termina y empiezan las piedras grandes. A veces llega un grito o una risa en el aire inmóvil. El mate está tibio y comen pan, hundiéndolo directamente en el pote de mermelada. De atrás llega el perfume áspero de las rosas mosquetas, calientes del sol de todo el día. Uno de los mellizos se acerca, corriendo descalzo sobre las piedras. Se ríe, tuvo un pique.

Estercita

por Marion

Estercita. Sí. Estercita. No era Ester. Bueno, el cuento siempre comienza a las 14:45 cuando con paso dubitativo y desordenado llega a su escritorio. Su bolso siempre colgado en la mitad del antebrazo, a mitad de camino entre el hombro y la mano, se adhiere a ella. Su pelo, de un amarillo sucio, manchado de tanto desgaste se flamea desprolijamente cual bandera, siempre a contratiempo de su andar.

Como una decisión casi premeditada, el pulóver al revés, la botamanga de un pantalón termina agonizando dentro de la media, los cordones divorciados se arrastran casi con desgano por el piso; sus anteojos se deslizan hacia la punta de la nariz queriendo alejarse de sus ojos.

Estercita siempre está perdiendo algo, como si chorreara cosas, un papel que se desliza de su escritorio, la campera que termina durmiendo la siesta sobre la alfombra, un papel de caramelo, una lapicera, siempre algo que intenta desprenderse de ella.

Estercita llegó hoy al call center, como todos los días, corriendo por el pasillo, con los pies marcando las diez y diez, y sin deshacerse de su abrigo, firmado cariñosamente por alguna paloma, tomó asiento en su escritorio y con su voz aguda comenzó a hablar. Atiende, en un francés atropellado, clientes malhumorados.

Estercita habla sin importarle quien la escuche. Busca un par de ojos que la miren fijamente y en ese momento ¡zas! Se despacha con un sinfín de palabras, una catarata de frases sin puntos ni comas que cuentan por lo general situaciones llenas de complicaciones, tropiezos, ausencias, olvidos; entre medio se cruza alguna carcajada que intenta ser contenida.

Cuando Estercita habla, siempre se para apuntando a su interlocutor con su panza, y toma forma de tetera, sosteniéndose las costillas con las manos.

Estercita es adicta a las DRF de naranja. Las consume casi con desesperación mientras desde su silla, abrigada por su campera, mira el monitor buscando noticias, datos.

Ella siempre busca, no se sabe muy bien qué, pero busca; aquello que perdió, aquello que no conoce.

Estercita es sola. No está, es; según sus propias declaraciones, realizadas en una cocina, con un vaso de plástico lleno de agua. No atiende el teléfono porque ese trabajo ya está asignado al contestador, no tiene celular porque no le gusta que la persigan, detesta a la clase obrera, habla alemán, sabe latín y es profesora de letras: se autodefine como una persona muy culta. Siempre tiene un libro que por lo general vive un permanente otoño y anda deshojándose por ahí. Estercita levanta y acomoda, y la situación puede volver a repetirse infinidad de veces durante el día.

Estercita se olvidó su condición de mujer en un armario de madera, en una percha mal colgada. Su cama sin hacer, las sábanas revueltas de silencio y la mesa de luz vomitada de libros otoñales. Tres pares de anteojos tirados en el piso, perdidos entre pantalones y remeras olvidadas en un rincón desde hace más de dos días. Las bibliotecas deformes de cargar tanta sabiduría, enormes ve cortas que cuelgan de las paredes manchadas de humedad.

A los pies de la cama, una alfombra deshilachada espera cansada, que cada mañana Estercita apoye sus pies al levantarse.

Los días comienzan a las 7:30 de la mañana, dice no poder dormir hasta tarde. Diez pasos dormidos hasta el baño, pateando cadáveres de tazas, ropa y libros. El recorrido sigue hasta la cocina, donde el cementerio de platos está instalado. La pava al fuego. El agua hervida muere en una taza quizás sin lavar, no importa. Té común, y el diario por Internet. De refilón lee los titulares mientras Carmela, una perra retacona, excedida de peso y falta de pelaje, se pasea entre sus piernas.

Carmela se acomoda entre la ropa tirada en el suelo, sobre todo aquella que está cerca de la ventana, por donde entra el sol a las cuatro de la tarde.

Una vez el diario leído, Estercita llena el plato de Carmela con alimento balanceado y deja la bolsa tirada en un rincón.

Abriéndose paso entre los montículos de cosas, ella logra encontrar el pantalón, alguna remera, algún pulóver, un par de medias, las zapatillas llenas de barro y luego de pasar diez minutos por reloj para vestirse, tomar bolso y cartera en mano, se retira hacia Plaza de Mayo, bajo un cielo cubierto de palomas.

Y ahí llega Estercita, apurada y goteando; cansada y encorvada, para comenzar su jornada laboral.

Luego de dos horas de arduo trabajo, se toma un anhelado descanso, y baja las escaleras sosteniendo un cigarrillo, con la mano derecha, al que mira con desesperación y que será fumado en solo dos pitadas, mientras con su mano izquierda sostiene sus costillas. De tanto en tanto, emite alguna pregunta a la que se responde con convicción, sonríe, se rasca la cabeza y vuelve a su puesto de trabajo.

A las seis en punto se toma un nuevo descanso y parte rumbo a la cocina con un frasco de café instantáneo en la mano, balbuceando pensamientos incongruentes. El frasco, pequeño y de tapa roja, muestra una etiqueta con su nombre, evitando posibles hurtos.

Pero a veces lo inevitable sucede. Estercita jura y perjura haber dejado el frasco sobre su escritorio, si por una cuestión mágica, una mano amiga de lo ajeno o vaya uno a saber qué, la historia es que el frasco desapareció y Estercita entró en pánico. Durante días recorre pasillos preguntando con desesperación si alguien, por casualidad, no vio su frasco de tapa roja, marcado con su nombre.

El miércoles de la semana pasada, Estercita, radiante como siempre, apurada por llegar a horario y lanzando un: "¿Y chicos, como venimos hoy, eh?", lo cual en el lenguaje de Estercita significa si habrá mucho o poco trabajo; depositó su humanidad en la silla y tiró uno de sus bolsos sobre su escritorio sin darse cuenta del ramo de petunias blancas que la esperaban. Las flores, agonizaban bajo su bolso de tela, cuando Estercita descubrió una caja repleta de paquetes de DRF de todos los sabores. Estercita no podía creer lo que sus ojos veían, Treinta paquetes de DRF prolijamente dispuestos en una caja de cartón junto con un sobre, el cual abrió y dentro encontró una tarjeta que declaraba la siguiente frase: "Por la felicidad que me da saber que te tengo cerca, tuyo, Huberto". La tarjeta cayó de las manos de Estercita como suicidándose, pero sus ojos desquiciados se clavaron en la caja de pastillas.

Para ese entonces Estercita ya se había olvidado de su frasco de café, del trabajo y hasta de su enamorado. Sacó un paquete, desnudándolo frenéticamente, se bajó un poco el cierre de la campera, solo algunos centímetros y cerrando los ojos introdujo dos pastillas de naranja en su boca. Para las nueve de la noche no quedaba una sola pastilla de los treinta paquetes.

El jueves, faltando veinticinco minutos para que Estercita llegara a su puesto de trabajo, ya se podía apreciar sobre su escritorio una caja de chocolates con forma de corazón, con un cupido en relieve y una tarjeta blanca que esbozaba un tímido: "Porque llegues mil veces tarde y te pueda ver correr cual gacela por los pasillos, tuyo, Huberto", pero Estercita no registró ni los chocolates. Su libro deshojado, el bolso de tela, los anteojos de sol, fueron a tapar la caja que una vez, como las flores el día anterior, agonizó en el olvido.

Viernes. Estercita corre repitiéndose cosas a las que responde con convicción. Llega a su escritorio. Otro ramo de petunias aplastado, otra nota suicidada, otra declaración de amor sin destinatario. Estercita tira sus cosas en el escritorio y mientras emite la pregunta de rigor, se deja caer sobre la silla. Las petunias deshojadas comienzan a decorar el piso, pero Estercita solo se encarga de guiar su mouse buscando noticias por Internet.

"Que tus ojos azules me descubran un día, tuyo, Huberto" fue la tarjeta del viernes. "Ojala pueda algún día desenredar tus cabellos, tuyo, Huberto", declaró la tarjeta del lunes. "Tu presencia me deja sin aliento, tuyo, Huberto" la tarjeta del martes.

Estercita seguía asesinando tarjeta, si no era con el bolso, las arrastraba con la campera, o las tapaba con el codo. Solo esperaba algún otro día mágico en que alguien se apiadara de ella y volviera a dejarle una caja repleta de paquetes de DRF de todos los colores.

Miércoles. 14:45. Un sobre blanco espera a Estercita. Dentro una tarjeta susurra: "Desearía verte fuera del trabajo, tengo DRF, tuyo, Huberto". Estercita llegó, como todos los días, se desplomó en la silla y volvió a preguntar, como cada jornada laboral: "¿Y chicos, como venimos hoy?" asesinando otra tarjeta…