Pigüé

por Andrea Sosa Alfonzo



4.25 am. Miré el reloj en la mesa de luz. Los números rojos, los puntos titilando. Me levanté a buscar un vaso de agua. Desde hacía una semana me pasaba lo mismo, despertaba de golpe por la ansiedad, la sequedad en la boca. 7.40 am. No logré dormir, salí de la cama resignado.

En la cocina me esperaba el diario sobre la mesa, el desayuno con las tostadas y los membrillos en compota, el café quemado y sin gusto con la jarra de leche a un costado. Hojeé el diario y me fui sin desayunar. Stella me besó sin ganas en la mejilla.

El tránsito iba como hilera de hormigas o al menos así me lo parecía. Tenía cierta pesadez en la mirada, me pasaba cada vez que despertaba sobresaltado antes que sonara el despertador. Apoyé las manos sobre el volante estático y empecé a sentir el frío matutino. Tal vez esté por pescarme un resfrío —no sé si lo pensé o lo dije en voz alta. Un estornudo estrepitoso me hizo escupir una llovizna de saliva sobre el pantalón gris, rápidamente saqué del bolsillo el pañuelo que me había dado Stella y después de secarme me soné fuertemente la nariz, lo guardé en la guantera junto a la billetera y los anteojos. Miré hacia adelante nuevamente, el tránsito seguía agolpado, enmarañado, como mis pensamientos. Había algo en aquello que me oprimía el corazón. Pensé en mi rutina diaria, en el modo en que estaban acomodados los muebles en mi casa, en el modo en que estaban acomodadas las personas de mi casa. Los autos iniciaron su marcha, entonces reaccioné con un respiro profundo como si hubiera estado detenido minutos y minutos. Me aferré al volante y decidí salir del embotellamiento del centro por una de las paralelas a la avenida. Las manos me sudaban pero seguía sintiéndolas frías. Encendí la calefacción y pensé en Stella, en su voz ronca, en su aliento matinal y en el café quemado que me había preparado y me fui sin tomar. Sentí asco. Traté de relajarme. Aceleré y encendí un cigarrillo. La calle bajaba empinada, atrás, muy atrás vi el cielo aclarando rojo, amarillo, celeste. Vi el horizonte y el río en el Bajo. Mi mirada atravesó las grúas del puerto. Me zambullí en el agua fría como mi cuerpo. Nadé hasta la profundo, lejos de mí, lejos de la oficina gastada. Abrí los brazos y las piernas y me impulsé cada vez más hacia la profundidad. Sentí cómo los pulmones empezaron a ensancharse y endurecerse por el ingreso de líquido. Sentí el cuerpo pesado que iba cayendo al fondo como hierro, la ropa mojada pero liviana flotando levemente en el agua. Tenía un zumbido en los oídos y mis ojos buscaban un punto fijo en el fondo que parecía no haberlo. (Recordé cómo había sido mi esposa de joven, su cintura estrecha, las piernas fuertes me sujetaban con firmeza cuando quería contraerme sobre ella, el cabello ondulado me caía sobre el rostro envolviéndome como un ovillo, su piel suave y morena emanaba un olor que me dejaba en un estado hipnótico) Dejé salir por la boca abierta el último oxígeno que quedaba en mis pulmones, hacían pequeñas y leves burbujas que subían a la superficie, intenté seguirlas con la mirada mientras iba cayendo de espaldas hacia el fondo, mirando los rayos del amanecer que atravesaban el agua del río.

Mis manos seguían aferradas al volante con más fuerza, los pies a los pedales. ¿Cuántas cuadras habré manejado? —me pregunté en voz alta mientras intentaba registrar la altura de la calle. Busqué con la mirada hacia uno y otro lado de las veredas, no logré ubicarme. El tránsito se apilaba nuevamente frente a mí. Busqué en mi cabeza la última sensación de la caída, fue tan placentera que no quería abandonarla. No presté atención a los coches por lo cual avancé esquivándolos y acelerando, presionando los pedales casi contra el suelo del auto. Sonreía, la caída seguía.

Creo que iba a cierta velocidad, no entendí cómo el auto se detuvo de golpe. Sentí gritos y ruidos. Un golpe seco en el parabrisas me dejó congelado y mojado. Miré hacia abajo y me di cuenta que había perdido los zapatos —¿O tal vez nunca los había tenido? Tenía el rostro húmedo y brillante como si un baño de esquirlas de agua me hubiera quebrado los ojos y la garganta. Intenté bajar del auto pero las piernas no se movían. Había gente fuera que corría, parecían muñecos puestos en un escenario.

Un hombre ingresó a mi coche y me gritó que manejara velozmente indicándome que tomáramos la autopista. Gritó y me apuntó. ¿Era un arma? Me sentí aturdido. Miré hacia adelante y vi un cuerpo en medio de la calle, un gran charco de sangre lo rodeaba. Intenté bajar a asistirlo y pasar entre la multitud de gente que allí se agolpaba, pero el hombre me tomó por el brazo y me sujetó gritándome que condujera de una vez por todas. Allí ya no hay nada que hacer —me dijo con cierta lástima. Ud. ya no tiene nada que ver con él. Por alguna extraña razón me pareció cuerdo lo que dijo, asentí y saqué el auto del tumulto. Noté que el parabrisas estaba ensangrentado. Cuando miré por el espejo retrovisor buscando el cadáver, reparé en mi rostro bañado de pequeñas esquirlas brillantes, muy rojas. No quise limpiarlas. El hombre y yo íbamos en silencio. Llegué a un sitio según sus indicaciones. Estacioné el auto en un campo algo abandonado, era nuestro destino final. Los pastos crecidos escondían debajo restos de baldosas. Un pequeño galpón estaba en uno de los extremos de la entrada, detrás había una gran barraca rodeada de árboles. Parecía estar cerrada desde hacía tiempo. Advertí que muy cerca de donde había estacionado mi coche casualmente había otro, pero estaba desarmado, sólo el esqueleto quedaba. Todo allí estaba algo dejado, sin vida.

El hombre me tomó del brazo haciendo un ademán para que caminara, así que lo hice con dirección a la barraca. Pero casi al llegar me señaló que continuara. La bordeamos por el costado, donde se abría un pequeño sendero de tierra. Enseguida vi una caseta de madera con alambres, estaba justo en el medio de un rectángulo de tierra marrón. Por el sonido y los olores entendí que era un gallinero. Algunas plantaciones y una bomba de agua muy antigua, rodeaban la caseta. Detrás, un pequeño grupo de árboles le daban contorno a una casa de madera muy precaria, de no más de dos metros de alto y unos veinte metros cuadrados. Apenas entramos, me invadió el fuerte olor que emanaba el interior de la casa, una mezcla de hedor a heces de gallina y un aroma ácido como el azufre. El aire era pesado y casi no había luz excepto la que apenas entraba por una ventana de vidrios sucios. Dentro de la casa una pequeña cocina económica despedía un humo leve, una alacena de madera pintada de celeste a uno de los costados y enfrente una mesa con dos sillas. Revisé con la mirada toda la casa buscando un baño, no vi ninguno.

El hombre desplegó una silla de metal acodada detrás de la alacena y me obligó a sentarme. Ató mis manos y pies con una soga muy fina de metal trenzado haciendo un solo nudo. Era un joven de mejillas angulosas, una escasa barba crespa poblaba parte del rostro, los ojos eran oscuros y de párpados pesados. Me miró fijamente al terminar. Me dijo que aquéllo no iba a tomar mucho tiempo. No sabía exactamente a qué se refería. Continuó diciendo que sólo había que esperar hasta la noche y luego saldríamos. No tenía miedo. Me quedé en silencio. El hombre salió de la casa y me dejó sumido en la penumbra de la habitación. Al poco tiempo escuché cierto alboroto en el gallinero y unos minutos después el hombre entró con una gallina colgando de la mano, algo desplumada y moribunda. La apoyó sobre la mesa muy cerca mío. Pude ver los ojos del animal con un resto de vida, apenas se movían, pero era tan intenso que parecía iba a salir cacareando. Pero no lo hizo.

—¿Quiere tomar agua? —me preguntó con una voz ronca pero pausada.

—No.

—En un momento preparo algo para comer. Ahí le voy a soltar las manos, pero no se haga el loco.

—No, claro. —respondí haciendo un gesto de obviedad. Al hombre no le gustó eso y me miró de reojo—. ¿Podría hacerle una pregunta?

—Ya la está haciendo, ¿no?

—Bueno quiero decir…si no le molesta que le hable, claro.

El hombre ignoró mis palabras, tomó la gallina por el cuello, la colocó sobre una madera y con un golpe fuerte y certero le cortó cabeza y cuello. Vi como los ojos de la gallina quedaron mirando hacia las baldosas de arabescos en el piso. Parte de su sangre aún tibia había salpicado mi cuello. Esa sensación me perturbó. El hombre hizo un gesto con la mano para que continuara hablando mientras él desplumaba la gallina.

—¿Por qué estoy acá? Entiendo que usted necesita algo de mí o así me lo parece —hablé velozmente para no darle tiempo a interrumpirme.

El hombre se sonrió, abrió la gallina y sacó con las manos las vísceras.

—Eso ya lo veremos —levantó la vista y me observó pausadamente—. Digo, eso de necesitar algo de usted. No lo había pensado en esos términos —se rascó la nariz con la cuchilla en la mano y continuó—. Cada cosa a su tiempo.

La luz del día era cada vez menor. El hombre entraba y salía con cuchillas, leña y papel. Encendió la cocina económica con algunos maderos. La olla en donde se cocinaba la gallina y las verduras despedía un aroma dulce que despertó mis entrañas. Fue necesario encender una pequeña lamparita que daba una luz tenue pero central. Una vez que terminó de cocinar, desató mis manos y puso frente a mí un plato de loza con algunos trozos de gallina, verduras y un caldo. Olía bien. Imaginaba los ojos de la gallina muerta pero sabrosa al mismo tiempo, me impresioné. Aún así comí muy rápido, casi sin levantar la vista del plato. El estaba sentado también comiendo, más pausado. Vi que me miraba con atención. Tal vez no quería perderse ningún movimiento.

—¿Usted sabe lo que sucedió, no es así? —me dijo con intriga.

Lo miré con cierta incógnita en mi rostro, esperé a que continuara pero no lo hizo.

—Entró a mi coche y me obligó a conducir —recordé el cuerpo en el asfalto—. Alguien quedó tirado allí —dije perturbado.

—Hay situaciones que son inexplicables…—hizo una mueca, tomó un trozo de la gallina con las manos y lo mordisqueó.

—Recuerdo la sangre alrededor… —continué—. Creo que mi parabrisas estalló…

Se relamía los bigotes empapados en el caldo. La expresión en su rostro me causaba asco. Aquélla voracidad medida, parecía que gozaba saborear al animal muerto recientemente.

—Su parabrisas sigue allí afuera —levantó el dedo índice de la mano, pero mantuvo fija la mirada en el plato.

—Tal vez alguien lo haya asistido —quise mantener el hilo de los hechos—. Ahora que trato de pensar no recuerdo el camino que hicimos —levanté la mirada y lo observé, esperando una respuesta.

Apoyó bruscamente los huesos que había estado escarbando, se limpió las manos en su pantalón y pasó la manga de su camisa blancuzca y roída por toda la boca. Una gran aureola amarillenta apareció en el puño. Respiró satisfecho. Sus ojos pesados me miraron detenidamente. Parecía querer decirme: “Ya me cansé de esta charla de niños”. Escrudiñaba mi mente. Hurgaba en mi cuerpo hasta vaciarme. Me arrancaba el pelo, las uñas, la piel. La voz rugió en mi tímpano.

—Sr. De León, ¿Ud. no se siente algo aliviado hoy?

Al escuchar mi nombre un escalofrío atravesó mi cuerpo. Intenté levantarme de la silla pero no pude dar un paso. El hombre se acercó hasta mí y me dio un golpe fuerte en la nuca. Quedé atontado pero no inconsciente. El hombre siguió hablando palabras que me llegaban sueltas. Traté de recomponerlas: “¡Miente!”, “…Los pasos serán cortos…”, “El hombre es impenetrable...”, “..Una camioneta azul esperará..”. Las sienes presionaban sobre mis ojos. No logré comprender nada.

—Me duele la cabeza…—balbuceé.

El hombre caminaba alrededor mío, daba vueltas y vueltas. Hablaba mientras daba pasos cortos y lentos. Pensé que no tenía sentido prestar atención a lo que decía.

—… A veces, la vida y la muerte ocurren del modo más imprevisto—sentí su voz casi en un susurro en mi oído.

Giré mi cabeza hacia su rostro. Al hablar, mis palabras sonaron como retumbos en mi propio oído. No lograba escucharme. Esperé un momento, las puse una tras otra en mi cabeza, cuando estuve seguro, hablé.

—Sólo quiero regresar a casa...

—Nada es casual. Pero hay cosas que no tienen explicación —la entonación de su voz había cambiado. Ahora sonaba fuerte, sentenciosa.

Temí algo de pronto.

—Si piensa en regresar hasta aquí, no lo intente, nunca me encontrará —volvió a susurrar en mi oído.

Me estremecí. Algo similar se había cruzado por mi mente. Volvería a buscarlo con la policía una vez saliera de ahí. Quise poner mi mente en blanco. Vaciarla de todo contenido. Temí que leyera mis pensamientos. Eso me parecía algo imposible, pero dudaba.

El hombre comenzó a sujetarme nuevamente las manos con la soga. Actuaba con paciencia y dedicación. Quedé inmovilizado, con mi cabeza dando vueltas. Retiró los platos de la mesa y salió de la casa. No lo vi entrar después.

Una luz fuerte me pegó en los ojos, me desperté sudando, no podía moverme. El que sostenía la lámpara me preguntó si estaba bien y ayudó a levantarme. Me costó caminar, por lo cual me brindó su cuerpo como apoyo. El suelo estaba húmedo, miré hacia mis pies y estaba descalzo. El frío de la noche me pegaba en el rostro húmedo por el sudor. El desconocido me ayudo a entrar a un automóvil. Me dijo que iba a llevarme a recibir atención médica. No me negué. Me hablaba con confianza. Una vez me senté adentro, me alcanzó una manta desde el asiento de atrás. Me tapé como un niño asustado.

—No se preocupe, Don Luis —dijo con cierto cariño—. Va a estar todo bien, en un momento estará en su casa.

Lo miré con sorpresa, no lograba reconocer a aquél sujeto. Unos segundos antes de irnos miré el campo desolado. Una barraca, algunos coches abandonados. Desconocía aquél lugar, un fuerte olor entraba por la ventanilla baja. Me cubrí la nariz con ambos manos.

—¿Es asqueroso, no? Está en el aire…—tenía la voz suave y campechana—. La tierra acá es blanda y negra —señaló hacia la barraca—. Como si uno estuviera caminando sobre mierda —su rostro se endureció.

Me preguntó cómo había llegado hasta allí. Vestía con ropa uniformada, su cuerpo era robusto. No podía pensar claramente, intentaba recordar los episodios pero era imposible. La niebla de la noche había empañado los vidrios. Aún así pude ver que la carretera estaba vacía.

El desconocido buscó en su bolsillo y sacó una billetera, me la alcanzó.

—Está intacta, incluso con dinero —dijo mientras encendía el motor—. Lo llevaré primero a que lo vea un doctor y luego a su casa, ¿está bien? —me preguntó con la mirada fija hacia adelante.

—Sí, claro —respondí a medias.

—Tal vez necesite atención. Hasta hace un momento estaba inconsciente.

El coche emprendió la marcha. El cielo oscuro se desplegaba hacia los costados del inmenso paisaje. Tenía el cuerpo entumecido, frío y tieso como la noche. Algunas imágenes confusas acudían a mi cabeza. Me sentía torpe al tratar de componerlas. Tarareó una melodía conocida que se interrumpió por una sonrisa quejosa.

—Hay cosas que no tienen explicación, ¿eh, Don? Mire que lo revisé por mirar nomás —dijo haciendo un gesto con la mano—. Y ahí estaban en la guantera —la expresión de su rostro era de estupor—. La billetera, unos anteojos y un pañuelo de tela…limpio, muy blanco —enumeró pausadamente mientras se rascaba el mentón—. Como si siempre hubieran estado allí.

Me acomodé en el asiento. Quería cerrar los ojos y dormir. Me tapé con la frazada hasta la nariz. La melodía que silbaba alivió el dolor que sentía en las sienes. Los ojos me pesaban pero no lograba cerrarlos del todo. La camioneta dobló por un camino de tierra. Pude ver el cartel que anunciaba la localidad. “Bienvenidos a Pigüé”.

Domingos

por María Elena Spina



Era fuerte el viejo. Parecía que un soplo de aire se lo iba a llevar, flaco, pálido, casi transparente de tan viejo. Pensé que era cuestión de apretarle un poco el cuello, y no, me agarró las manos, con esas manos heladas y llenas de venas y se puso a aullar, un grito de bicho.


Yo no tenía nada contra el viejo. Ni siquiera lo conocía. Eran esos ojos que no paraban de mirarme y esos gritos y el calor.


Fue de domingo que empezó todo, cuando llegué al departamento de ellos, como todos los domingos, con las dos cajas de ravioles y esas ganas de vomitar que me agarraban desde que entraba al edificio. Todo el edificio me daba ganas de vomitar. Toqué el timbre, aunque tenía la llave, porque ellos ponían la traba del lado de adentro. Toqué varias veces, pensando como siempre, ‘ya está, no me van a abrir porque por fin se murieron los dos’. Pero al rato escuché el ruido de las pantuflas de él, y el ‘quién es’ desconfiado. Quién va a ser, si soy el único que se anima a visitarlos. Me abrió, en piyama, sin afeitar, y enseguida me pegó ese olor que tienen ellos. Las persianas estaban bajas, el aire pesado, y había tufo a encierro y enfermedad. No me dio tiempo a preguntar cómo estaban. Se me colgó del cuello, lloriqueaba. Aguanté la respiración.

-Tu madre, - me dijo - tu madre. Esto es un infierno. Yo no puedo más.

De adentro llegaba la voz de loca de ella:

-¿Qué pasa, quién es?

-Andá a verla- decía él, empujándome para la pieza, yo todavía con las planchas de ravioles en la mano.

En la piecita hacía todavía más calor, había ropa y almohadas tiradas por todos lados, la mesa de luz llena de remedios, montones de remedios, cajas, frascos llenos y vacíos. Ella estaba en la cama.

-Dame algo, que me duele, decíle a tu padre que me de algo, que me estoy muriendo.

-Te vas a morir, pero envenenada, de la mierda que tomás.- gritaba él.

Lo de todas las semanas, solo que peor. Peor la cara de ella, los ojos de ella y su pelo blanco desgreñado, peor la suciedad, peor los gritos.


Fui para la cocina. Puse el agua a hervir y me concentré en el plan. El plan lo había hecho, hacía mucho, y lo repasaba siempre que estaba ahí. Le agregaba detalles. Era como una película conocida. Sólo que ese domingo se iba a hacer realidad.


Escuché que papá se encerraba en el baño con un portazo. Mamá se había sentado en la cama. La convencí de levantarse, le pasé un poco de colonia por el pelo, la ayudé a cambiarse el camisón. Ella, mientras, me decía:

-Sacáme de aquí, te lo pido. Lleváme con vos, que aquí me muero.

Cuando la pasta estuvo lista nos sentamos a comer. Les empecé a contar una noticia del diario: un taxista había encontrado una billetera con un montón de plata y la había devuelto, esas historias que les gustan a ellos. Papá se calmó. Hasta abrió una botella de vino. Después empezó con lo de Hernancito: ahora se había ganado un premio, o una beca, se iba a vivir afuera. Habló del auto, de la casa, de la mujer, de los hijos de Hernancito, lo de siempre, mientras mamá comía mirando el plato, hipnotizada y yo pensaba que un día se iban a acabar los ravioles, las pastillas y Hernancito. Se iban a acabar los domingos.

De golpe mamá levantó la cabeza y empezó a mirarme fijo, como si no me conociera.

-¡Nene!- gritó.

Se paró, apoyándose en la mesa y en mi hombro. Me agarró la cabeza.

-¡Nene, se te está poniendo el pelo blanco!- decía –¿Te diste cuenta, que te estás llenando de canas?

Esto era nuevo. Papá también se había parado.

-No digás pavadas- le decía y los dos, encima mío, me revolvían el pelo. Los empujé, a mamá casi la tiro. Me fui al baño. Puse la traba y me miré en el espejo del botiquín. Tenía ojeras y la piel gris. Estaba tan viejo como ellos. Me mojé la cara, me froté con la toalla para darme color. Volví a mirarme y me dieron tantas ganas de llorar que con el puño empecé a golpear los azulejos, hasta que me dolió la mano. Me voy a morir, pensé, me voy a morir antes que ellos. Me senté en el borde de la bañadera, un rato largo. Papá golpeaba la puerta.


Cuando me levanté, me sentía tranquilo.

-Todo llega – creo que dije en voz alta.


En el comedor peleaban otra vez. Mamá había volcado un vaso. Papá le refregaba la mano sobre la mancha violeta que se agrandaba en el mantel.

-¡Que me lastimás!- decía ella.

Los abracé a los dos:

-Bueno, bueno, que no es nada. – dije, como si fuéramos gente normal.

Después puse manos a la obra.

Primera cosa: las pastillas. Con mamá era fácil. Me la llevé para la pieza.

-Vení, recostáte a dormir la siesta.

Agarré tres pastillitas de las rosadas. Tuve que revolver un poco porque papá se las escondía. Le traje un vaso de agua.

-Tomá.

-¿Tres?- me preguntó. Los ojos le brillaban de alegría.

-Es que estás muy nerviosa. Tenés que descansar.

Quedaban muchas pastillas en la caja.

­-Tomate una más- le dije.

Me sonrió.

-No le vayas a contar a tu padre.

Le acomodé las almohadas. Le di un beso en la frente.


Con papá fue más complicado. Se había sentado en el sofá a leer el diario pero me miraba de reojo. Se venía otra tanda de quejas. Le ofrecí un té. No quería. Insistí.

Se lo preparé bien dulce, él es goloso. Le agregué coñac y disolví tres pastillitas.

-Tomálo, que hace frío. Te va a hacer bien.

Se lo tomó despacio, contándome sus miserias.

-No te preocupes, papá, yo me encargo – le dije.

Habló un rato, con la lengua que se le trababa. Le saqué la taza de la mano: estaba vacía, hasta había raspado con la cucharita el azúcar del fondo. Lo acomodé en el sillón. Me fui a la cocina a lavar los platos.


Cuando terminé de ordenar todo, prendí las dos hornallas, sin fuego. Estaba todo cerrado, hasta el ventilete del baño. A mamá no le gustan las corrientes de aire. El departamento era una caja hermética.

Me senté en la cocina. Se escuchaba el gas que salía, un silbido muy suave, y me empezó a llegar el olor dulzón. Por poco falla mi plan, porque me dieron ganas de quedarme yo también, ahí, con la cabeza entre los brazos, recostado sobre el mantel de hule. Qué fácil sería, dormirnos los tres. Empecé a imaginarme cómo el encargado nos encontraba, y el velorio, con los tres cajones.


Un portazo en el pasillo me despabiló. Me levanté, asustado como alguien que se salva de un peligro. Recorrí el departamento, estaba en orden y el olor del gas se iba sintiendo en todas partes. De la pieza y del comedor me llegaban los ronquidos.


Cerré la puerta con llave. Creo que no crucé a nadie en el pasillo. Bajé la escalera de dos en dos. El día estaba gris. Empecé a caminar. Al rato estaba en la avenida, casi corría. Me pareció que la gente me miraba, una pareja con un chico de ojos asustados, y empecé a andar más despacio, respirando hondo. Tomé por el Bajo, sin pensarlo seguí hasta Retiro. Entré en la terminal y saqué un pasaje a Mar del Plata. El micro estaba por salir. Subí, me acomodé y me dormí.


Cuando abrí los ojos una mujer me sacudía del brazo. Habíamos llegado. Tuve que ayudarla a bajar los bolsos. Afuera estaba oscuro y soplaba el aire helado del mar. Me metí en un hotel frente a la terminal y me acosté enseguida. Las frazadas pesaban, la cama tenía olor a humedad.


Dormí de un tirón. A la mañana siguiente, con la cabeza despejada, pensé que había arruinado todo. Me estarían buscando: iba a tener que explicar que no había dormido en casa, que no había ido a trabajar. Pagué el hotel y crucé a la terminal. El primer micro salía dos horas más tarde. La espera fue un infierno. Compré el diario. Busqué en las últimas páginas. ‘Explosión en un edificio de Barrio Norte’, diría la noticia. No la encontré. No podía pensar. Sólo miraba las agujas del reloj en la pared del hall.


En la ruta fui contando los kilómetros hasta Buenos Aires, uno por uno. Cuando perdía la cuenta veía a papá, que se había despertado y había apagado el gas. Ahora esperaba en Retiro que yo bajara del micro para llevarme.


Llegué a casa de tarde. El teléfono estaba sonando y se cortó antes de que pudiera abrir la puerta. A los pocos minutos volvieron a llamar.

-Yiyo, ¿sos vos?

Una voz de mujer. Era la Guinga, mi prima, la única que me llama así.

-Desde ayer que trato de ubicarte. Yiyo, pasó una desgracia. Tus papás – me dijo.

-¿Que pasó?

-Una desgracia, Yiyo, un accidente con el gas. Los encontró el encargado. Pero ya era tarde.

-¿Donde están?

-Esperáme en tu casa. No salgas, que voy para allá. Yo te acompaño.


Ahí me puse a llorar. De verdad. La Guinga me encontró llorando la muerte de mis padres.


Mientras íbamos en el taxi, me acuerdo que me abrazaba.

-La policía te va a hacer preguntas. – decía. - Sabés cómo son. Siempre piensan lo peor.

-¿Lo peor?

-Sí, que no fue accidente. Que se suicidaron. Pero nosotros sabemos que no es así.


Me acuerdo poco de ese día y del que siguió. Los cuerpos que me mostraron en la morgue no parecían los de ellos. Yo no podía parar de temblar.


En la comisaría dije que había almorzado y me había ido temprano. Un oficial apurado escribió la declaración. Algo preguntó sobre las pastillas y la depresión de mamá.

-Una suerte que no explotara todo – dijo.

Tuve que firmar unos papeles, nada más.


La Guinga se hizo cargo del velorio. Vinieron los primos, hasta Hernancito. Viejos todos, hacía más de veinte años que no los veía. También vino gente del barrio y antiguos compañeros de trabajo de papá, que todavía se acordaban de mí. Vino más gente de lo que yo creía. Más de los que van a venir a mi velorio.


En los cajones estaban los dos, serenos y terribles. Me daba miedo mirarlos.


Los enterraron en una mañana de sol. Cuando se fueron todos, anduve unas cuadras y tomé el primer colectivo que pasó. Me bajé al final del recorrido, en un barrio que no conocía. Los jacarandaes estaban en flor y las veredas cubiertas de flores violetas. El aire estaba tibio. Ese jueves retomé el trabajo en la biblioteca. Al salir, me iba a caminar, comía en algún bar, sentado en la vereda. Se había adelantado el verano. Llegaba tarde a casa. Todas las noches encontraba un mensaje de mi prima. Me decía que había empezado a vaciar el departamento.


El domingo fui hasta el río. Me senté en un banco a mirar los veleros sobre el agua marrón. Había mucha gente y yo era uno más, entre todos, en la luz de la tarde. Decidí que iba a comprarme un auto: iba a aprender a manejar, iba a viajar.


A la vuelta, la Guinga me esperaba frente a la puerta de casa. Estaba preocupada por mí. Traía una caja de zapatos llena de fotos. Me dijo:

-Estoy regalando todo, como me pediste. Esto es lo único que guardé para vos.

No la hice entrar y, apenas se fue, metí la caja, sin abrirla, en una bolsa negra. La até y la dejé en un container a varias cuadras. Estaba nervioso. En medio de la noche me desvelé con una idea fija. Tenía que quemar las fotos: una fogata en un terreno baldío, las fotos retorciéndose y desapareciendo en el aire. Me vestí y caminé hasta la esquina donde las había tirado, pero ya se habían llevado la basura. Tardé en volver a dormirme y esa madrugada soñé con ellos. El gas no los había matado. Estaban vivos y no podían moverse. Yo los cargaba. Los llevaba alzados, los dos juntos, por escaleras interminables.

Empecé a tener pesadillas todas las noches. Yo creo que fue por esas malditas fotos. A veces soñaba que los dejaba a los dos y cuando volvía ya no estaban. Los buscaba por calles oscuras, con las piernas que me pesaban. A veces era yo el que se perdía. Era Carnaval y lloraba solo, en una plaza llena de gente disfrazada. Me despertaba transpirado, y tardaba un rato en calmarme. Debajo de la ducha me sentía mejor. Afuera estaba casi bien.


Ayer fue mi cumpleaños, domingo otra vez. La Guinga vino a buscarme. Todos los años llama para esa fecha, aunque yo no le conteste el saludo. Se acuerda de todo. Será porque es la mayor, porque no se casó, o sí, pero el marido no le duró, ya ni sé. Siempre llama, pero ayer llegó a mi casa a mediodía, sin avisar.

-Estás demasiado solo- me dijo.

Había venido en taxi y le dijo al chofer que esperara.

-Vení a almorzar a casa.

Me tomó por sorpresa y yo así no sirvo. Necesito tener un plan. No supe que decir y al rato estaba en el auto y ella me contaba de Cocó, que ahora trabaja en Pergamino, de las chicas de Pepe, de Hernancito por supuesto.

-Y mamá, - dijo al final. Como se va a alegrar de verte.

Yo creía que la tía Luisa estaba muerta, o no creía nada, me había olvidado de que existía. El taxi paró en pasaje King, frente al caserón de la abuela y tuve ganas de escaparme. Estaba todo igual: el patio, los malvones y el perrito enano, que no podía ser el mismo, pero era igual.

-Si, acá no pasan los años – dijo mi prima, adivinando.

La tía Luisa me llegaba a la cintura, casi no tenía pelo.

- Mami viste a quien te traje. Yiyo vino a visitarnos.

La tía me miró, y desde ese momento no me sacó los ojos de encima.

-No habla- me dijo Guinga bajito- desde que…- se tocó la cabeza.- Pero se acuerda de todo. ¿No mamá, que te acordás de Yiyo?

Nos sentamos los tres en una punta de la mesa larga, donde antes nos sentábamos todos, los días de fiesta. El mantel era el de aquella época y las servilletas pesadas tenían el mismo olor. Mi prima se puso en la cabecera, no paraba de hablar, del tuco y de las enfermedades de todos. A la tía la tenía enfrente. Me miraba. Los ojos nublados eran los ojos de mamá, los de papá, los ojos de los viejos.

-Siempre el mismo, vos, siempre tan tímido- decía mi prima.

Me sentía mareado. Si no se callaba, si la vieja no dejaba de mirarme, me iba a desmayar o las iba a matar a las dos. Me puse a pensar cuanto gas haría falta para llenar el caserón, con esos techos tan altos.


Íbamos por el postre cuando sonó el teléfono y mi prima fue a atender. Me paré y empecé a caminar de una punta a la otra del comedor. Los ojos me seguían. Me acerqué a la tía, me agaché para ponerme a su altura y le dije:

-¿Qué me mirás? ¿Qué te pasa?

Se le sacudía el mentón, como si fuera a decir algo.

-Vas a ver, vos también.

Agarré uno de los almohadones que había sobre el sillón y se lo puse contra la cara. Para probar, para ver si así cerraba los ojos. Le tapé la boca y apreté. Con la otra mano le sostenía la nuca, parecía que se le iba a quebrar. Fueron unos segundos nomás. Después escuché el ruido de los pasos en el pasillo y tuve miedo, no sé porqué, si total la vieja no podía hablar. Corrí hasta la puerta.

-¡Yiyo! – escuché que gritaba mi prima. Y después: -¡Mamá!

Crucé el patio con el perrito que se me enredaba en las piernas y en la calle me puse a correr, hasta que ya no pude más del dolor al costado. Después caminé, desorientado. No reconocí las calles hasta que llegué a Rivadavia. Estaba triste la avenida, triste como los domingos de cuando era chico. Seguí unas cuadras pero el alivio no llegaba. Es por el barrio, pensé, odio este barrio. Decidí ir para el norte a ver el río, eso me iba a calmar. Tomé un taxi y después el tren, lleno de familias ruidosas y bicicletas. Me bajé en el Tigre. Hacía calor y ese día el río era agua estancada y barrosa. No había salida, el río no llevaba a ninguna parte. Me alejé de los canales. Llegué a una plaza vacía y me acosté en un banco a la sombra.


Me despertó la pelea.

-¡Ladrona! –oí que alguien gritaba.

Abrí los ojos, giré la cabeza, que me dolía, y a unos metros de donde estaba, vi un viejo sentado en una silla de ruedas, con una frazada sobre las piernas, aunque hacía tanto calor, y al lado de él una chica morocha.

-Ladrona- repetía el viejo – sinvergüenza.

Ella hablaba bajito. Me pareció que lloraba. Estuvieron discutiendo un rato, sin verme, hasta que ella se fue.

-Más vale que lo encuentres- gritaba él mientras ella se alejaba.

Yo me había sentado en el banco y trataba de despegarme la camisa de la espalda transpirada. Tenía sed.

-Se creen que porque somos viejos nos pueden robar – dijo el viejo, que me había visto. –Esa mocosa, ya va a ver.

Me paré, la cabeza me daba vueltas. Cuando el viejo vio que me iba, empezó a decir:

- ¿Adónde va? No puede dejarme solo aquí.

No le hice caso y siguió gritando. La voz me perforaba la cabeza. Sentí que a esa voz la odiaba más que nada en el mundo. Di media vuelta y empecé a caminar hacia donde él estaba. Pensé que era un sueño porque el tiempo pasaba tan lento que podía ver como en la cara pálida del viejo desaparecía la rabia y los ojos se le agrandaban de miedo. Le apreté el cuello para que se callara. El empezó a aullar. La morochita que había vuelto se puso a chillar, ella también. Enseguida un montón de gente me rodeaba.


Me tiene aquí desde ayer. Ya les dije que al viejo no lo conocía. Que fue por los gritos y el calor y el olor del río, que ayer era agua estancada. Fue porque era domingo. Y por ese otro domingo en que todo iba a cambiar y al final no cambió nada.


Un tubo de luz está apagado, el otro parpadea. El oficial salió. Escucho voces en el pasillo. Que no sea la Guinga que viene otra vez a buscarme.


Maquillaje

por Mónika Mangisch


-Me gusta lo que hago –me dice la mujer, mientras vuelca los datos del formulario que le había entregado, en un libro.

-Por la edad de la señora, hizo bien en elegir el servicio tradicional.

Ella escribe y yo aprovecho para mirarla. ¿Qué edad tendría? Era de esas morochas con ojos grandes que conservan la piel lisa a través de los años. Con algunas mujeres es difícil calcular.

-Yo antes trabajaba de “ambulancista”, era duro, especialmente cuando se trataba de accidentes, pero tuve la suerte de que me saliera esto. Usted no se imagina cómo me cambió la vida - y al levantar la vista me mira con intensidad.

-¿Me puede deletrear el apellido? No se entiende bien la letra.

Se lo deletreo y le miro las manos: las uñas prolijas y anillos en casi todos los dedos.

-Me firma aquí, por favor

Firmo y prosigue: “Como le decía, esta profesión no es nada fácil. Por ejemplo, antes de empezar a acomodar al difunto, estudio su cara, su semblante, para saber cuáles son los cosméticos que más van a favorecer su tipo. En el servicio superior, en cambio, suelo pedir una fotografía, y le puedo asegurar que quedan rejuvenecidos, y a veces, hasta mejor de lo que eran en vida.”

Ella parece no advertir mi incomodidad ni el desagradable efecto que causan en mí sus palabras, y para disimularlo, fijo la atención en un dije con forma de cuerno que le cuelga sobre el escote.

-Éste es un trabajo de mucha dedicación y paciencia –me explica–. En algunos casos, después del aseo, les doy unos masajes con productos que ayudan a ablandar el rigor mortis, porque para mí, lo más importante es que parezcan vivos -dice en tono confidencial, y se toca instintivamente el cuerno.

-Ya va a ver, la señora va a quedar preciosa; va a parecer dormida -me asegura con un guiño cómplice.

Estoy tan desconcertado que sólo atino a decir:

–Lo único que le pido es que no la pinte, mi madre no se maquillaba y no quiero que quede artificial.

-No se preocupe –me tranquiliza, y extiende la mano para presionarme suavemente el brazo

-Soy una profesional.

Busca una ficha y comienza a llenarla, de pronto se pone de pie y me dice: “venga conmigo”.

La sigo, sorprendido al notar que usa una pollera relativamente corta y ajustada de cuero negro, con medias del mismo color.

-Tiene que elegir el féretro –me aclara, y entramos a un salón con muchísimos ataúdes.

Mientras me describe las bondades de algunas maderas, se inclina para abrir uno de ellos y, en ese momento, alcanzo a ver el nacimiento de sus pechos. Me ruborizo internamente y desvío la mirada, pero ella se da cuenta y se sonríe. Le digo que cualquiera va a estar bien y que lo único que quiero es terminar con este trámite.

Ella asiente, comprensiva, y me acompaña hasta la puerta.

Salgo de la cochería confundido y molesto. Confundido, porque me ha parecido chocante la pasión morbosa que demostraba esta mujer al hablar de su trabajo, y molesto, por el repentino deseo que me había provocado.

Subo al auto, enciendo la radio y me pongo a pensar en mi madre.



Por fin es sábado, suspira Alcira, y abre la puerta de su monoambiente. Cuelga la cartera, el saco, las llaves y va derecho al baño para llenar la bañadera. Se saca los zapatos, abre el placard y elige la ropa interior, las medias de red y un vestido, todo rigurosamente negro como a ella le gusta. Deja la ropa sobre la cama, va hasta la heladera, retira dos cubitos y los envuelve en gasa. Prueba la temperatura del agua, le agrega un gel con esencia de rosas, se desnuda, y se sumerge en ese baño de inmersión semanal, que tanto bien le hace.

Para ella, a quien ya no le interesa tener una pareja estable, los sábados son la promesa de una aventura: bailar en los brazos de un desconocido, quizás ir a un hotel con él, y volver de madrugada a su casa, sola y satisfecha. Levantarse el domingo al mediodía, y desayunar en un café leyendo el diario; si hay sol, en la vereda, y si no, adentro, calentita.

Cierra los ojos y coloca un cubito sobre cada uno. Tararea el tango que pasan por la radio que siempre está encendida. Bosteza feliz. Descansa.

Hoy está con los nervios de punta, le tocó arreglar un chico, y eso le causa tanta pena que invariablemente termina llorando.

“…la vida es una herida absurda, y es todo, todo tan fugaz, es una curda nada más…”, canturrea mientras se va adormeciendo.

El agua se ha enfriado y se despierta tiritando. No va a tener tiempo de teñirse, pero no importa, “en la penumbra del salón, todos los gatos son pardos”, piensa.

Sobre una mesita hay una cantidad impresionante de potes, frascos, brochas, cremas, pinturas, hasta jeringas con agujas finas como pelos. Se instala frente a esa batería de cosméticos y comienza la transformación.

Después de un par de horas está lista. Sale de su casa hecha un pimpollo y toma un taxi.

A los diez minutos entra a la tanguería, erguida y segura de sí, porque sabe que enseguida la van a sacar a bailar.

El tango le gusta porque es un baile machista, el hombre dirige, marca las figuras, la mujer lo sigue, y si es buen bailarín, se funden los dos en una única imagen que se desliza elegante y sensual por la pista.

A Alcira eso le encanta. No le preocupa demasiado el aspecto que pueda tener su pareja momentánea, sólo le importa que la sepa llevar.

Un tipo se le acerca y le pide permiso para sentarse con ella. Usa un traje oscuro y zapatos impecables. La invita a tomar algo, pero ella le dice que prefiere bailar. En ese abrazo y en esos primeros pasos decidirá si va a aceptar, o no, la bebida que él le acaba de ofrecer.



Mi amigo Reynaldo insistía para que volviéramos a salir. “Tenés que desempolvarte, viejo. Hay que aceptar la muerte de los padres, es algo natural”, me decía para convencerme. “Hace poco descubrí una tanguería en Parque Patricios, podríamos ir a pispear…”

-No tengo ganas –le contestaba yo.

-Vamos, no seas así, vos sabés que no me gusta ir a bailar solo, haceme el aguante por lo

menos…

Accedí. Reynaldo es un buen tipo, me río mucho con él; a eso de las once lo pasé a buscar y allá fuimos.

Era una casa baja de principios de siglo que estaba en una esquina, sobre la gran puerta de madera había un cartel de chapa donde se leía, pintado en letras rojas, “El Firulete”.

-Lindo nombre para un salón de baile –me codeó Reynaldo.

Adentro era parecido a todos: mesas alrededor de la pista, poca luz y buena música. Buscamos un lugar, nos sentamos y nos pusimos a evaluar la carne que había en el asador.

De pronto vi salir del baño a una mujer muy llamativa, la reconocí enseguida: era la mina de la funeraria. Se sentó en una mesa y le dije a mi amigo que había visto algo que me interesaba. Me fui derecho a donde estaba ella.

Le pedí permiso para sentarme y le ofrecí algo para tomar, pero me dijo que prefería bailar.

Así, sin preámbulos, la enlacé, la apreté contra mí y empezamos a movernos al compás de “Paciencia”, un tango que la orquesta de D´Arienzo interpreta como los dioses.

Su cuerpo se amoldaba perfectamente al mío y me seguía sin dificultad. Bailábamos concentrados, en silencio. Desde mi altura podía verle la cabeza, esa melena negra que le caía en rulos sobre la cara, se abría indiscreta sobre la coronilla, dejando al descubierto una línea de raíces blancas. Volví a pensar: “¿pero qué edad tendrá esta mina?”.

Terminó el tango y volvimos a la mesa. Me aceptó un vermú con soda.

“Tu cara me resulta familiar”, me dijo como quien trata de acordarse.

Evidentemente, no me había reconocido. Después del fallecimiento de mi madre, me había dejado crecer el bigote, y con el peluquín, parecía otra persona.

-¿Cómo te llamás?

-Alcira –me contestó

-¿Trabajás?

-Sí, soy maquilladora

En ese momento empezó a sonar una milonga, y esta vez fue ella la que se puso de pie; su figura se recortaba al contraluz y me pareció hermosa.

-¿Bailamos? -me invitó provocativa.

La tomé nuevamente por la cintura, quizás con más firmeza que la vez anterior, y entonces sentí cierta rigidez en el talle, como si debajo del vestido tuviera puesto un corsé. Traté de no pensar y concentrarme en la música. Nos llevábamos muy bien. Ella se adhería a mí con naturalidad, como si siempre hubiéramos bailado juntos.

Noté que desde las mesas nos miraban. Rey, sonriendo, levantaba el pulgar en un gesto de aprobación.

Terminó la música y nos quedamos en la pista, tomados de la mano. Casi enseguida se escucharon los acordes de un tango bien canyengue, de ésos que hay que saber bailar. Sin palabras, nos fundimos en el consabido abrazo, ella apoyó su cabeza sobre mi hombro, entregada y confiada. Siguiendo el compás, nos desplazábamos en perfecta armonía.

Cerré los ojos y la besé en el cuello; pero un olor repentino, como a formol, me pinchó con violencia la nariz y la garganta. Me turbó tanto que perdí el paso y la alejé con brusquedad. Me miró sorprendida y un poco fastidiada.

Cuando terminó la pieza la invité a sentarse.

-¿Qué te pasa? -preguntó, y noté preocupación en su voz.

-Creo que me falta un poco el aire -mentí. -Salgo un momento.

Intentó acompañarme pero le pedí que me esperara. Al salir le hice una seña a Reynaldo.

Ya en la puerta, le avisé que me iba.

-¿Tan pronto, viejo? ¿Te sentís mal?

-Estoy algo mareado -volví a mentir; me sentía incapaz de explicarle la horrible impresión que acababa de tener.

-Estás pálido, como si hubieras visto un muerto –y enseguida se dio cuenta de que había metido la pata. –Perdoname, soy un bocón –se disculpó mortificado.

Nos dimos un abrazo y empecé a caminar.

De repente, cuando ya estaba por llegar al auto, escuché que gritaba a mis espaldas:

-Che, ¿puedo sacar a bailar a la mina?

Me causó gracia. Sin darme vuelta le contesté:

-Sí, dale nomás.