4.25 am. Miré el reloj en la mesa de luz. Los números rojos, los puntos titilando. Me levanté a buscar un vaso de agua. Desde hacía una semana me pasaba lo mismo, despertaba de golpe por la ansiedad, la sequedad en la boca. 7.40 am. No logré dormir, salí de la cama resignado.
En la cocina me esperaba el diario sobre la mesa, el desayuno con las tostadas y los membrillos en compota, el café quemado y sin gusto con la jarra de leche a un costado. Hojeé el diario y me fui sin desayunar. Stella me besó sin ganas en la mejilla.
El tránsito iba como hilera de hormigas o al menos así me lo parecía. Tenía cierta pesadez en la mirada, me pasaba cada vez que despertaba sobresaltado antes que sonara el despertador. Apoyé las manos sobre el volante estático y empecé a sentir el frío matutino. Tal vez esté por pescarme un resfrío —no sé si lo pensé o lo dije en voz alta. Un estornudo estrepitoso me hizo escupir una llovizna de saliva sobre el pantalón gris, rápidamente saqué del bolsillo el pañuelo que me había dado Stella y después de secarme me soné fuertemente la nariz, lo guardé en la guantera junto a la billetera y los anteojos. Miré hacia adelante nuevamente, el tránsito seguía agolpado, enmarañado, como mis pensamientos. Había algo en aquello que me oprimía el corazón. Pensé en mi rutina diaria, en el modo en que estaban acomodados los muebles en mi casa, en el modo en que estaban acomodadas las personas de mi casa. Los autos iniciaron su marcha, entonces reaccioné con un respiro profundo como si hubiera estado detenido minutos y minutos. Me aferré al volante y decidí salir del embotellamiento del centro por una de las paralelas a la avenida. Las manos me sudaban pero seguía sintiéndolas frías. Encendí la calefacción y pensé en Stella, en su voz ronca, en su aliento matinal y en el café quemado que me había preparado y me fui sin tomar. Sentí asco. Traté de relajarme. Aceleré y encendí un cigarrillo. La calle bajaba empinada, atrás, muy atrás vi el cielo aclarando rojo, amarillo, celeste. Vi el horizonte y el río en el Bajo. Mi mirada atravesó las grúas del puerto. Me zambullí en el agua fría como mi cuerpo. Nadé hasta la profundo, lejos de mí, lejos de la oficina gastada. Abrí los brazos y las piernas y me impulsé cada vez más hacia la profundidad. Sentí cómo los pulmones empezaron a ensancharse y endurecerse por el ingreso de líquido. Sentí el cuerpo pesado que iba cayendo al fondo como hierro, la ropa mojada pero liviana flotando levemente en el agua. Tenía un zumbido en los oídos y mis ojos buscaban un punto fijo en el fondo que parecía no haberlo. (Recordé cómo había sido mi esposa de joven, su cintura estrecha, las piernas fuertes me sujetaban con firmeza cuando quería contraerme sobre ella, el cabello ondulado me caía sobre el rostro envolviéndome como un ovillo, su piel suave y morena emanaba un olor que me dejaba en un estado hipnótico) Dejé salir por la boca abierta el último oxígeno que quedaba en mis pulmones, hacían pequeñas y leves burbujas que subían a la superficie, intenté seguirlas con la mirada mientras iba cayendo de espaldas hacia el fondo, mirando los rayos del amanecer que atravesaban el agua del río.
Mis manos seguían aferradas al volante con más fuerza, los pies a los pedales. ¿Cuántas cuadras habré manejado? —me pregunté en voz alta mientras intentaba registrar la altura de la calle. Busqué con la mirada hacia uno y otro lado de las veredas, no logré ubicarme. El tránsito se apilaba nuevamente frente a mí. Busqué en mi cabeza la última sensación de la caída, fue tan placentera que no quería abandonarla. No presté atención a los coches por lo cual avancé esquivándolos y acelerando, presionando los pedales casi contra el suelo del auto. Sonreía, la caída seguía.
Creo que iba a cierta velocidad, no entendí cómo el auto se detuvo de golpe. Sentí gritos y ruidos. Un golpe seco en el parabrisas me dejó congelado y mojado. Miré hacia abajo y me di cuenta que había perdido los zapatos —¿O tal vez nunca los había tenido? Tenía el rostro húmedo y brillante como si un baño de esquirlas de agua me hubiera quebrado los ojos y la garganta. Intenté bajar del auto pero las piernas no se movían. Había gente fuera que corría, parecían muñecos puestos en un escenario.
Un hombre ingresó a mi coche y me gritó que manejara velozmente indicándome que tomáramos la autopista. Gritó y me apuntó. ¿Era un arma? Me sentí aturdido. Miré hacia adelante y vi un cuerpo en medio de la calle, un gran charco de sangre lo rodeaba. Intenté bajar a asistirlo y pasar entre la multitud de gente que allí se agolpaba, pero el hombre me tomó por el brazo y me sujetó gritándome que condujera de una vez por todas. Allí ya no hay nada que hacer —me dijo con cierta lástima. Ud. ya no tiene nada que ver con él. Por alguna extraña razón me pareció cuerdo lo que dijo, asentí y saqué el auto del tumulto. Noté que el parabrisas estaba ensangrentado. Cuando miré por el espejo retrovisor buscando el cadáver, reparé en mi rostro bañado de pequeñas esquirlas brillantes, muy rojas. No quise limpiarlas. El hombre y yo íbamos en silencio. Llegué a un sitio según sus indicaciones. Estacioné el auto en un campo algo abandonado, era nuestro destino final. Los pastos crecidos escondían debajo restos de baldosas. Un pequeño galpón estaba en uno de los extremos de la entrada, detrás había una gran barraca rodeada de árboles. Parecía estar cerrada desde hacía tiempo. Advertí que muy cerca de donde había estacionado mi coche casualmente había otro, pero estaba desarmado, sólo el esqueleto quedaba. Todo allí estaba algo dejado, sin vida.
El hombre me tomó del brazo haciendo un ademán para que caminara, así que lo hice con dirección a la barraca. Pero casi al llegar me señaló que continuara. La bordeamos por el costado, donde se abría un pequeño sendero de tierra. Enseguida vi una caseta de madera con alambres, estaba justo en el medio de un rectángulo de tierra marrón. Por el sonido y los olores entendí que era un gallinero. Algunas plantaciones y una bomba de agua muy antigua, rodeaban la caseta. Detrás, un pequeño grupo de árboles le daban contorno a una casa de madera muy precaria, de no más de dos metros de alto y unos veinte metros cuadrados. Apenas entramos, me invadió el fuerte olor que emanaba el interior de la casa, una mezcla de hedor a heces de gallina y un aroma ácido como el azufre. El aire era pesado y casi no había luz excepto la que apenas entraba por una ventana de vidrios sucios. Dentro de la casa una pequeña cocina económica despedía un humo leve, una alacena de madera pintada de celeste a uno de los costados y enfrente una mesa con dos sillas. Revisé con la mirada toda la casa buscando un baño, no vi ninguno.
El hombre desplegó una silla de metal acodada detrás de la alacena y me obligó a sentarme. Ató mis manos y pies con una soga muy fina de metal trenzado haciendo un solo nudo. Era un joven de mejillas angulosas, una escasa barba crespa poblaba parte del rostro, los ojos eran oscuros y de párpados pesados. Me miró fijamente al terminar. Me dijo que aquéllo no iba a tomar mucho tiempo. No sabía exactamente a qué se refería. Continuó diciendo que sólo había que esperar hasta la noche y luego saldríamos. No tenía miedo. Me quedé en silencio. El hombre salió de la casa y me dejó sumido en la penumbra de la habitación. Al poco tiempo escuché cierto alboroto en el gallinero y unos minutos después el hombre entró con una gallina colgando de la mano, algo desplumada y moribunda. La apoyó sobre la mesa muy cerca mío. Pude ver los ojos del animal con un resto de vida, apenas se movían, pero era tan intenso que parecía iba a salir cacareando. Pero no lo hizo.
—¿Quiere tomar agua? —me preguntó con una voz ronca pero pausada.
—No.
—En un momento preparo algo para comer. Ahí le voy a soltar las manos, pero no se haga el loco.
—No, claro. —respondí haciendo un gesto de obviedad. Al hombre no le gustó eso y me miró de reojo—. ¿Podría hacerle una pregunta?
—Ya la está haciendo, ¿no?
—Bueno quiero decir…si no le molesta que le hable, claro.
El hombre ignoró mis palabras, tomó la gallina por el cuello, la colocó sobre una madera y con un golpe fuerte y certero le cortó cabeza y cuello. Vi como los ojos de la gallina quedaron mirando hacia las baldosas de arabescos en el piso. Parte de su sangre aún tibia había salpicado mi cuello. Esa sensación me perturbó. El hombre hizo un gesto con la mano para que continuara hablando mientras él desplumaba la gallina.
—¿Por qué estoy acá? Entiendo que usted necesita algo de mí o así me lo parece —hablé velozmente para no darle tiempo a interrumpirme.
El hombre se sonrió, abrió la gallina y sacó con las manos las vísceras.
—Eso ya lo veremos —levantó la vista y me observó pausadamente—. Digo, eso de necesitar algo de usted. No lo había pensado en esos términos —se rascó la nariz con la cuchilla en la mano y continuó—. Cada cosa a su tiempo.
La luz del día era cada vez menor. El hombre entraba y salía con cuchillas, leña y papel. Encendió la cocina económica con algunos maderos. La olla en donde se cocinaba la gallina y las verduras despedía un aroma dulce que despertó mis entrañas. Fue necesario encender una pequeña lamparita que daba una luz tenue pero central. Una vez que terminó de cocinar, desató mis manos y puso frente a mí un plato de loza con algunos trozos de gallina, verduras y un caldo. Olía bien. Imaginaba los ojos de la gallina muerta pero sabrosa al mismo tiempo, me impresioné. Aún así comí muy rápido, casi sin levantar la vista del plato. El estaba sentado también comiendo, más pausado. Vi que me miraba con atención. Tal vez no quería perderse ningún movimiento.
—¿Usted sabe lo que sucedió, no es así? —me dijo con intriga.
Lo miré con cierta incógnita en mi rostro, esperé a que continuara pero no lo hizo.
—Entró a mi coche y me obligó a conducir —recordé el cuerpo en el asfalto—. Alguien quedó tirado allí —dije perturbado.
—Hay situaciones que son inexplicables…—hizo una mueca, tomó un trozo de la gallina con las manos y lo mordisqueó.
—Recuerdo la sangre alrededor… —continué—. Creo que mi parabrisas estalló…
Se relamía los bigotes empapados en el caldo. La expresión en su rostro me causaba asco. Aquélla voracidad medida, parecía que gozaba saborear al animal muerto recientemente.
—Su parabrisas sigue allí afuera —levantó el dedo índice de la mano, pero mantuvo fija la mirada en el plato.
—Tal vez alguien lo haya asistido —quise mantener el hilo de los hechos—. Ahora que trato de pensar no recuerdo el camino que hicimos —levanté la mirada y lo observé, esperando una respuesta.
Apoyó bruscamente los huesos que había estado escarbando, se limpió las manos en su pantalón y pasó la manga de su camisa blancuzca y roída por toda la boca. Una gran aureola amarillenta apareció en el puño. Respiró satisfecho. Sus ojos pesados me miraron detenidamente. Parecía querer decirme: “Ya me cansé de esta charla de niños”. Escrudiñaba mi mente. Hurgaba en mi cuerpo hasta vaciarme. Me arrancaba el pelo, las uñas, la piel. La voz rugió en mi tímpano.
—Sr. De León, ¿Ud. no se siente algo aliviado hoy?
Al escuchar mi nombre un escalofrío atravesó mi cuerpo. Intenté levantarme de la silla pero no pude dar un paso. El hombre se acercó hasta mí y me dio un golpe fuerte en la nuca. Quedé atontado pero no inconsciente. El hombre siguió hablando palabras que me llegaban sueltas. Traté de recomponerlas: “¡Miente!”, “…Los pasos serán cortos…”, “El hombre es impenetrable...”, “..Una camioneta azul esperará..”. Las sienes presionaban sobre mis ojos. No logré comprender nada.
—Me duele la cabeza…—balbuceé.
El hombre caminaba alrededor mío, daba vueltas y vueltas. Hablaba mientras daba pasos cortos y lentos. Pensé que no tenía sentido prestar atención a lo que decía.
—… A veces, la vida y la muerte ocurren del modo más imprevisto—sentí su voz casi en un susurro en mi oído.
Giré mi cabeza hacia su rostro. Al hablar, mis palabras sonaron como retumbos en mi propio oído. No lograba escucharme. Esperé un momento, las puse una tras otra en mi cabeza, cuando estuve seguro, hablé.
—Sólo quiero regresar a casa...
—Nada es casual. Pero hay cosas que no tienen explicación —la entonación de su voz había cambiado. Ahora sonaba fuerte, sentenciosa.
Temí algo de pronto.
—Si piensa en regresar hasta aquí, no lo intente, nunca me encontrará —volvió a susurrar en mi oído.
Me estremecí. Algo similar se había cruzado por mi mente. Volvería a buscarlo con la policía una vez saliera de ahí. Quise poner mi mente en blanco. Vaciarla de todo contenido. Temí que leyera mis pensamientos. Eso me parecía algo imposible, pero dudaba.
El hombre comenzó a sujetarme nuevamente las manos con la soga. Actuaba con paciencia y dedicación. Quedé inmovilizado, con mi cabeza dando vueltas. Retiró los platos de la mesa y salió de la casa. No lo vi entrar después.
Una luz fuerte me pegó en los ojos, me desperté sudando, no podía moverme. El que sostenía la lámpara me preguntó si estaba bien y ayudó a levantarme. Me costó caminar, por lo cual me brindó su cuerpo como apoyo. El suelo estaba húmedo, miré hacia mis pies y estaba descalzo. El frío de la noche me pegaba en el rostro húmedo por el sudor. El desconocido me ayudo a entrar a un automóvil. Me dijo que iba a llevarme a recibir atención médica. No me negué. Me hablaba con confianza. Una vez me senté adentro, me alcanzó una manta desde el asiento de atrás. Me tapé como un niño asustado.
—No se preocupe, Don Luis —dijo con cierto cariño—. Va a estar todo bien, en un momento estará en su casa.
Lo miré con sorpresa, no lograba reconocer a aquél sujeto. Unos segundos antes de irnos miré el campo desolado. Una barraca, algunos coches abandonados. Desconocía aquél lugar, un fuerte olor entraba por la ventanilla baja. Me cubrí la nariz con ambos manos.
—¿Es asqueroso, no? Está en el aire…—tenía la voz suave y campechana—. La tierra acá es blanda y negra —señaló hacia la barraca—. Como si uno estuviera caminando sobre mierda —su rostro se endureció.
Me preguntó cómo había llegado hasta allí. Vestía con ropa uniformada, su cuerpo era robusto. No podía pensar claramente, intentaba recordar los episodios pero era imposible. La niebla de la noche había empañado los vidrios. Aún así pude ver que la carretera estaba vacía.
El desconocido buscó en su bolsillo y sacó una billetera, me la alcanzó.
—Está intacta, incluso con dinero —dijo mientras encendía el motor—. Lo llevaré primero a que lo vea un doctor y luego a su casa, ¿está bien? —me preguntó con la mirada fija hacia adelante.
—Sí, claro —respondí a medias.
—Tal vez necesite atención. Hasta hace un momento estaba inconsciente.
El coche emprendió la marcha. El cielo oscuro se desplegaba hacia los costados del inmenso paisaje. Tenía el cuerpo entumecido, frío y tieso como la noche. Algunas imágenes confusas acudían a mi cabeza. Me sentía torpe al tratar de componerlas. Tarareó una melodía conocida que se interrumpió por una sonrisa quejosa.
—Hay cosas que no tienen explicación, ¿eh, Don? Mire que lo revisé por mirar nomás —dijo haciendo un gesto con la mano—. Y ahí estaban en la guantera —la expresión de su rostro era de estupor—. La billetera, unos anteojos y un pañuelo de tela…limpio, muy blanco —enumeró pausadamente mientras se rascaba el mentón—. Como si siempre hubieran estado allí.
Me acomodé en el asiento. Quería cerrar los ojos y dormir. Me tapé con la frazada hasta la nariz. La melodía que silbaba alivió el dolor que sentía en las sienes. Los ojos me pesaban pero no lograba cerrarlos del todo. La camioneta dobló por un camino de tierra. Pude ver el cartel que anunciaba la localidad. “Bienvenidos a Pigüé”.