Sagrado corazón

por Horacio Paz


Llegamos tarde por culpa de Joaquín. No hay lugar dónde estacionar, dejamos el auto a la vuelta de la casa y caminamos entre el césped mojado y el barro. Estoy enojada con mi marido, con sus horarios, con la camisa celeste que eligió, con su sonrisa estúpida, con sus bromas.

-Se me van a ensuciar con barro los zapatos nuevos. ¿No podías dejar el auto más lejos?

-Te puedo alzar- me dice mientras salta por sobre un charco enorme agarrándose de un árbol

-¿Estás loco? Si me ven llegar así mejor que no vaya a trabajar el lunes. No sabés cómo son todos en mi trabajo- deseo estrangularlo, pero él parece divertido.

-No, la verdad es que no sé cómo son, pero esta noche me los vas a presentar. Vení, pisá en esa piedra de allá. Agarrate de mi mano.

-Mirá… me enterré el taco hasta el fondo. No te riás porque nos volvemos

La fiesta es en la casa del dueño del colegio, si por mí fuera no hubiera venido, pero me dijeron que no sería conveniente faltar, menos siendo nueva.

Había empezado a trabajar en el Sagrado Corazón a principio de año gracias a una recomendación de mi cuñada. La alegría por el nuevo trabajo me duró casi un mes. Luego, un día me encontré en la sala de profesores quejándome igual que las maestras más viejas. No soportaba tener que rezar el padrenuestro todas las mañanas, no soportaba al cura que nos visitaba los viernes, no soportaba los chicos de séptimo, ni a los padres de los chicos de séptimo que consideraban que la cuota (sumamente onerosa) me convertía en su empleada.

-A ver, dejame que te limpie con mi pañuelo

Me apoyo en el hombro de Joaquín y levanto el pie izquierdo, siento el frío húmedo del barro en el empeine. Mi marido me pasa el brazo por la cintura para ayudarme a mantener el equilibrio y con su pañuelo me saca el barro del zapato. –Ya está, no se nota nada.

-Seguro que se dan cuenta, algunas de mis compañeras son unas harpías.

A media cuadra se oye el bullicio de la fiesta. Ana Belén grita por las ventanas, entre el rumor de voces.

-Listo, ya podés bajar el pie.

-¿Qué vas a hacer con ese pañuelo? Ni se te ocurra guardarlo.

Se queda quieto, la mano a medio camino entre mi zapato y su bolsillo. Todavía me tiene tomada por la cintura y yo sigo apoyada en él con mi pie levantado, haciendo equilibrio. Parecemos personajes de una película de Woody Allen.

-¿Y qué querés que haga?- sorprendido, arquea las cejas y me mira por encima de sus anteojitos redondos.

-Tiralo ahí- le señalo un rincón oscuro debajo de un cerco de ligustros.

-¿Cómo se te ocurre?

Así es él. No lo iba a tirar, no por lo que pudiera costar el pañuelo, sino por el hecho de dejar basura en la vereda. Ese rasgo de su carácter es una de las cosas que me enamoró de él, hace mil años.

–Mirá, lo voy a tirar adentro, busco un cesto y lo tiro

-No vas a encontrar ningún cesto y no podés entrar a la fiesta con el pañuelo sucio en la mano a la vista de todos. Escuchame- le digo mientras me suelto de su brazo y tomo el pañuelo con la punta de los dedos- lo dejamos acá y cuando salgamos lo recogemos así no hacemos mugre ¿te parece?- agrego mientras arrojo el pañuelo.

–El sábado a la noche es la reunión de Pascuas. Es para matrimonios, yo voy sola porque no se puede llevar a los novios- me dijo Valeria, la profesora de música.

Valeria era unos cinco años más joven que yo. Me contó que había estado de novia quince años con el mismo chico, desde la secundaria. Tenían una casa en vista y habían fijado fecha pero a último momento había decidido pisar el freno.

-Todo venía bien, incluso me llevaba bárbaro con la madre de él- me dijo en la sala de reuniones, al poco tiempo de conocernos- Parece mentira pero todavía me siento culpable, no hay terapia que me quite ese sentimiento, creo que me voy a terminar resignando

-¿Pero, les pasó algo?- pregunté cuando sonaba el timbre para volver a clase.

-¿Querés saber si hubo un tercero? No, nada que ver. Es como que algo me venía haciendo ruido desde hacía un tiempo y no me daba cuenta.- me dijo acomodando sus libros y apagando el cigarrillo antes de salir para su grado.

La casa es muy grande, como casi todas las del barrio. Parece una de esas mansiones de Luisiana donde el amito blanco descansa en una reposera mirando su plantación de algodón. Hay un camino de piedra desde la vereda por donde camino sin hundir mis tacos Mientras avanzamos hacia la casa veo a Francisco conversando en la galería y siento que se me aflojan las piernas. Me había dicho que no vendría.

-Hola, les presento a mi marido: Joaquín, ellos son Francisco, Carmen, Yolanda.

-Buenos días -saludó Carmen, la vice-, esta es la primera reunión de docentes del año lectivo, ¿cómo están? Antes de comenzar, el profesor Francisco Soria, nos dirigirá unas palabras.

-¿Siempre es así?- le dije por lo bajo a Valeria.

-Esta es una escuela religiosa- me contestó con un guiño pícaro-, necesitamos la reflexión del maestro de religión.

No tenía nada contra la religión. Pero al escuchar a Francisco me sentí arrastrada al pasado. De niña, había vivido una falsa libertad de credo. Mi padre era agnóstico y mi madre una cristiana fervorosa. No había discusiones, pero el ambiente se tornaba tenso cada vez que mi papá nos planteaba su escepticismo. Sin embargo, a mi papá no le interesaba convencernos, apenas levantaba la vista por encima del diario los domingos, al vernos partir para misa. Creo que su pasividad me resultaba exasperante.

-Me parecías muy pedante- le dije al final de la reunión a Francisco.

-¿Por qué?- me contestó sonriendo, sin ofenderse.

-Porque, como maestro de religión te ponés en pose. Aquí, entre tus compañeros, sos una persona normal, pero cuando hablás al inicio de la reunión parecés el Arzobispo de Canterbury

-Mal ejemplo, justo ese es de la competencia- me dijo divertido. -De Enrique VIII a esta parte está en la otra vereda.

-A lo que voy es que te transformás, te posesionás con el papel. No te ofendás, salvo por ese momento sos una persona agradable.

-Soy la misma persona- agregó buscando algo en el bolsillo de su saco. –No sabía que sueno tan raro cuando hablo del evangelio. ¿Vos no sos creyente?

-No me delates, por favor- le dije bajando la voz, con un poco de sorna.

-No te preocupés- no parecía escandalizado- yo tengo una hija adolescente que está pasando por lo mismo- agregó con un guiño. Sabía devolver los golpes.

Luego se nos acercó Valeria y cambiamos de tema. Cuando nos retirábamos, Francisco me entregó la tarjeta que había estado buscando en su saco.

-Tengo un grupo de reflexión, nos reunimos los jueves en la sede del episcopado por si te interesa.

No me interesaba, pero le recibí la tarjeta por cortesía.

Cuando le presento a mi marido, Francisco lo saluda con naturalidad, también a mí. Me pongo tensa, prácticamente empujo a Joaquín hacia adentro.

-Me hace frío, pasemos- le digo.

La casa está llena de gente, pero contra todo anuncio, faltan muchas de mis compañeras, incluida Valeria. El dueño viene a recibirnos con su esposa. Saluda a Joaquín afectuosamente

-Ah, por fin lo conozco, contador- le dice marcando exageradamente el título, sin saber cuánto le desagrada eso a mi esposo, pero Joaquín es un caballero. Su esposa me toma del brazo y me lleva hacia el living para presentarme a un grupo de profesoras del otro turno. Tomo al pasar una copa de vino que me ofrece un mozo bajito, la última de la bandeja.

-No fuiste a la reunión que te invité- me dijo tiempo después Francisco, un rato antes de la siguiente reunión de maestros.

-Estuve ocupada armando mi grupo de agnósticos- le contesté.

-Avisame cuando esté funcionando porque me interesa, siempre tuve curiosidad.

Después, ante la invitación de la vice para que diga las palabras de apertura, se transformó: Mr Hide, el Increíble Hulk, el hijo de la Bestia, y comenzó a hablar de una epístola de no sé qué.

Luego de la tercera copa de vino descubro que no me interesa la charla del grupo. Busco refugio en Joaquín. Está en el comedor hablando de las elecciones con el dueño y el esposo de la vice. No importa que defienda ideas opuestas a las de ellos, él siempre consigue ser escuchado. Jamás pierde el aire de suficiencia. Ríe fuerte y sostiene, como al descuido, una copa en su mano derecha, tomada por el borde superior, mientras mantiene la mano izquierda en su bolsillo. Lo tomo del brazo.

-Vamos a la casa- le digo al oído- no me siento bien.

-No comiste nada, estás tomando vino con el estómago vacío- me contesta mientras me lleva hacia un sofá del living. Al rato vuelve con un plato con sanguchitos y canapés.

-Estos de acá son de de palmito y éstos de jamón crudo. Probalos, están buenísimos.- me dice mientras se sienta a mi lado

-Vos te sentís cómodo en donde sea- le digo. –A mi estas fiestas no me gustan.

-Ya sé, pero era necesario que vinieras. Por eso te estoy acompañando.

-Tenías un asado de tu trabajo.

-Se juntaban los muchachos, no era nada importante. No te preocupes.

-Todos los viernes tenés alguna salida -le digo antes de terminar la copa de un trago.

Me mira sorprendido. Se empuja los lentes con el índice. Él también se toma de un trago su copa.

-Voy a pedir más ¿Qué querés que te traiga?

-Vino blanco.

Cuando nos casamos Joaquín comenzó a trabajar solo. Su padre lo ayudó un poco. Comenzó con una pequeña empresa. Luego vinieron años malos, de no poder levantar cabeza. Se fundió y comenzó a trabajar en relación de dependencia. Siempre se las arregló para traer plata a la casa. No sé cómo lo hacía. En esa época, hasta tuvo que ir a trabajar a Córdoba, volvía cada quince días, fue cuando nació mi hijo mayor. En ese momento comencé a pensar que podía tener otra mujer. Me quedaba llorando de noche, abrazada al bebé. Me angustiaba al pensar que pudiera dejarme. Nunca se lo dije. Fantaseaba con tomar un ómnibus con mi hijo y caerle de sorpresa. En los años siguientes muchas veces tuve la misma sensación. A veces le revisaba los bolsillos o la agenda. Revisaba los resúmenes de la tarjeta de crédito. Nunca encontré nada. Después volvió a montar una empresa, a los dos años puso otra, con otros socios. Compramos una casa, pude estudiar y recibirme, salí a buscar trabajo, entré en el Sagrado Corazón de Jesús.

-Te conseguí espumante- Joaquín vuelve con una copa alta para mí y una de vino tinto para él.

Toma un sándwich del plato y se sienta a mi lado. Lo come mientras mira distraídamente a una rubia alta que conversa en el otro salón.

-Siempre te gustaron la rubias- le digo tomando de un trago la mitad del vino. -no sé qué hacés conmigo

-¿Qué decis?.

-Estabas mirando a esa rubia de allá.

-No seas tonta, no miraba a nadie- se saca los lentes y los empieza a limpiar con la punta de la camisa. La nariz parece muy grande, desproporcionada, los ojitos muy chicos. Todavía tiene brazos firmes, como cuando jugaba al tenis, hace un millón de años. No crió demasiada panza. Sale a correr, va al gimnasio de vez en cuando.

-Es muy linda- Le digo señalándola con la copa. Tiene un vestido negro con la espalda descubierta y el pelo rubio, con bucles, recogido por detrás de la cabeza, parece una diosa griega.

Joaquin me mira incómodo. –A mi me gustás vos- me dice casi sin convicción. Le sonrío y le acaricio la cara áspera por la barba de un día. Hace tiempo dejó de observar que estoy más flaca que la mayoría de mis compañeras, que puedo lucir una bikini casi sin complejos.

En ese momento se nos acercan mis compañeros, casi todos los que estaban en la fiesta excepto Francisco que se pasea por fuera de casa con una profesora de educación física, lo puedo ver a través de las ventanas.

-No es necesaria la fe, por lo menos no como todos la pensamos- Me dijo Francisco en un café del centro, la primera vez que nos encontramos -El centurión no era creyente, sin embargo Cristo obró el milagro igual.

-¿Cual Centurión? ¿Ese de "Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa…"?

-El mismo. Era romano. No practicó los ritos, sólo dejó entrar a Cristo.

-¿Lo dejó o no lo dejó? Porque yo vi la película y Jesús no entra en su casa, lo cura por control remoto.

-Es una forma de decir- me dijo divertido mientras llamaba al mozo pidiendo la cuenta- ¿Sabías que San Pablo tampoco era creyente?. Un día en el camino a Jerusalén se le apareció Dios…

-Ah, que vivo, así cualquiera. Si se me aparece Dios yo también me convierto.- Lo interrumpí.

Una vez más mi esposo se transforma en el centro de la charla. Nos habíamos puesto de pie para conversar con el grupo. Todos se ríen de la anécdota de Joaquín con la esposa del gobernador. Siempre que quiere impresionar la cuenta. Le pido a Carmen que me acompañe a baño, Yolanda viene con nosotras.

-Es terrible tu marido- me dice Yolanda mientras se maquilla frente al espejo- mirá vos, confundirla a la esposa del gobernador con la mucama. ¿"Traeme otro whisky" le dijo? Ay, que manera de reírme, ojalá mi marido fuera así.

-¿Así cómo?

-Así, ocurrente, divertido, no sé.

No le contesto. Salgo del baño y me cruzo con Francisco. Ambos desviamos la mirada. Llego hasta Joaquin, me acerco por detrás y le digo: -Vamos, ya estoy cansada, no doy más.

Saludamos. Buscamos a los dueños de casa para despedirnos. Nos cruzamos con la rubia alta, la diosa griega. Pasamos a su lado y Joaquín parece que tuviera un palo en el culo, no la mira ni por el rabillo del ojo. Avanzamos en silencio por el camino de piedra hasta la calle. Cae una lluvia fina pero no me importa mojarme, no me importa pisar el barro con mis zapatos nuevos. Ricardo Montaner canta despidiéndonos.

-Como odio esa música -le digo a Joaquín.

Caminamos despacio hasta el auto. Pasamos al lado del pañuelo sucio y no lo recogemos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario