Maquillaje

por Mónika Mangisch


-Me gusta lo que hago –me dice la mujer, mientras vuelca los datos del formulario que le había entregado, en un libro.

-Por la edad de la señora, hizo bien en elegir el servicio tradicional.

Ella escribe y yo aprovecho para mirarla. ¿Qué edad tendría? Era de esas morochas con ojos grandes que conservan la piel lisa a través de los años. Con algunas mujeres es difícil calcular.

-Yo antes trabajaba de “ambulancista”, era duro, especialmente cuando se trataba de accidentes, pero tuve la suerte de que me saliera esto. Usted no se imagina cómo me cambió la vida - y al levantar la vista me mira con intensidad.

-¿Me puede deletrear el apellido? No se entiende bien la letra.

Se lo deletreo y le miro las manos: las uñas prolijas y anillos en casi todos los dedos.

-Me firma aquí, por favor

Firmo y prosigue: “Como le decía, esta profesión no es nada fácil. Por ejemplo, antes de empezar a acomodar al difunto, estudio su cara, su semblante, para saber cuáles son los cosméticos que más van a favorecer su tipo. En el servicio superior, en cambio, suelo pedir una fotografía, y le puedo asegurar que quedan rejuvenecidos, y a veces, hasta mejor de lo que eran en vida.”

Ella parece no advertir mi incomodidad ni el desagradable efecto que causan en mí sus palabras, y para disimularlo, fijo la atención en un dije con forma de cuerno que le cuelga sobre el escote.

-Éste es un trabajo de mucha dedicación y paciencia –me explica–. En algunos casos, después del aseo, les doy unos masajes con productos que ayudan a ablandar el rigor mortis, porque para mí, lo más importante es que parezcan vivos -dice en tono confidencial, y se toca instintivamente el cuerno.

-Ya va a ver, la señora va a quedar preciosa; va a parecer dormida -me asegura con un guiño cómplice.

Estoy tan desconcertado que sólo atino a decir:

–Lo único que le pido es que no la pinte, mi madre no se maquillaba y no quiero que quede artificial.

-No se preocupe –me tranquiliza, y extiende la mano para presionarme suavemente el brazo

-Soy una profesional.

Busca una ficha y comienza a llenarla, de pronto se pone de pie y me dice: “venga conmigo”.

La sigo, sorprendido al notar que usa una pollera relativamente corta y ajustada de cuero negro, con medias del mismo color.

-Tiene que elegir el féretro –me aclara, y entramos a un salón con muchísimos ataúdes.

Mientras me describe las bondades de algunas maderas, se inclina para abrir uno de ellos y, en ese momento, alcanzo a ver el nacimiento de sus pechos. Me ruborizo internamente y desvío la mirada, pero ella se da cuenta y se sonríe. Le digo que cualquiera va a estar bien y que lo único que quiero es terminar con este trámite.

Ella asiente, comprensiva, y me acompaña hasta la puerta.

Salgo de la cochería confundido y molesto. Confundido, porque me ha parecido chocante la pasión morbosa que demostraba esta mujer al hablar de su trabajo, y molesto, por el repentino deseo que me había provocado.

Subo al auto, enciendo la radio y me pongo a pensar en mi madre.



Por fin es sábado, suspira Alcira, y abre la puerta de su monoambiente. Cuelga la cartera, el saco, las llaves y va derecho al baño para llenar la bañadera. Se saca los zapatos, abre el placard y elige la ropa interior, las medias de red y un vestido, todo rigurosamente negro como a ella le gusta. Deja la ropa sobre la cama, va hasta la heladera, retira dos cubitos y los envuelve en gasa. Prueba la temperatura del agua, le agrega un gel con esencia de rosas, se desnuda, y se sumerge en ese baño de inmersión semanal, que tanto bien le hace.

Para ella, a quien ya no le interesa tener una pareja estable, los sábados son la promesa de una aventura: bailar en los brazos de un desconocido, quizás ir a un hotel con él, y volver de madrugada a su casa, sola y satisfecha. Levantarse el domingo al mediodía, y desayunar en un café leyendo el diario; si hay sol, en la vereda, y si no, adentro, calentita.

Cierra los ojos y coloca un cubito sobre cada uno. Tararea el tango que pasan por la radio que siempre está encendida. Bosteza feliz. Descansa.

Hoy está con los nervios de punta, le tocó arreglar un chico, y eso le causa tanta pena que invariablemente termina llorando.

“…la vida es una herida absurda, y es todo, todo tan fugaz, es una curda nada más…”, canturrea mientras se va adormeciendo.

El agua se ha enfriado y se despierta tiritando. No va a tener tiempo de teñirse, pero no importa, “en la penumbra del salón, todos los gatos son pardos”, piensa.

Sobre una mesita hay una cantidad impresionante de potes, frascos, brochas, cremas, pinturas, hasta jeringas con agujas finas como pelos. Se instala frente a esa batería de cosméticos y comienza la transformación.

Después de un par de horas está lista. Sale de su casa hecha un pimpollo y toma un taxi.

A los diez minutos entra a la tanguería, erguida y segura de sí, porque sabe que enseguida la van a sacar a bailar.

El tango le gusta porque es un baile machista, el hombre dirige, marca las figuras, la mujer lo sigue, y si es buen bailarín, se funden los dos en una única imagen que se desliza elegante y sensual por la pista.

A Alcira eso le encanta. No le preocupa demasiado el aspecto que pueda tener su pareja momentánea, sólo le importa que la sepa llevar.

Un tipo se le acerca y le pide permiso para sentarse con ella. Usa un traje oscuro y zapatos impecables. La invita a tomar algo, pero ella le dice que prefiere bailar. En ese abrazo y en esos primeros pasos decidirá si va a aceptar, o no, la bebida que él le acaba de ofrecer.



Mi amigo Reynaldo insistía para que volviéramos a salir. “Tenés que desempolvarte, viejo. Hay que aceptar la muerte de los padres, es algo natural”, me decía para convencerme. “Hace poco descubrí una tanguería en Parque Patricios, podríamos ir a pispear…”

-No tengo ganas –le contestaba yo.

-Vamos, no seas así, vos sabés que no me gusta ir a bailar solo, haceme el aguante por lo

menos…

Accedí. Reynaldo es un buen tipo, me río mucho con él; a eso de las once lo pasé a buscar y allá fuimos.

Era una casa baja de principios de siglo que estaba en una esquina, sobre la gran puerta de madera había un cartel de chapa donde se leía, pintado en letras rojas, “El Firulete”.

-Lindo nombre para un salón de baile –me codeó Reynaldo.

Adentro era parecido a todos: mesas alrededor de la pista, poca luz y buena música. Buscamos un lugar, nos sentamos y nos pusimos a evaluar la carne que había en el asador.

De pronto vi salir del baño a una mujer muy llamativa, la reconocí enseguida: era la mina de la funeraria. Se sentó en una mesa y le dije a mi amigo que había visto algo que me interesaba. Me fui derecho a donde estaba ella.

Le pedí permiso para sentarme y le ofrecí algo para tomar, pero me dijo que prefería bailar.

Así, sin preámbulos, la enlacé, la apreté contra mí y empezamos a movernos al compás de “Paciencia”, un tango que la orquesta de D´Arienzo interpreta como los dioses.

Su cuerpo se amoldaba perfectamente al mío y me seguía sin dificultad. Bailábamos concentrados, en silencio. Desde mi altura podía verle la cabeza, esa melena negra que le caía en rulos sobre la cara, se abría indiscreta sobre la coronilla, dejando al descubierto una línea de raíces blancas. Volví a pensar: “¿pero qué edad tendrá esta mina?”.

Terminó el tango y volvimos a la mesa. Me aceptó un vermú con soda.

“Tu cara me resulta familiar”, me dijo como quien trata de acordarse.

Evidentemente, no me había reconocido. Después del fallecimiento de mi madre, me había dejado crecer el bigote, y con el peluquín, parecía otra persona.

-¿Cómo te llamás?

-Alcira –me contestó

-¿Trabajás?

-Sí, soy maquilladora

En ese momento empezó a sonar una milonga, y esta vez fue ella la que se puso de pie; su figura se recortaba al contraluz y me pareció hermosa.

-¿Bailamos? -me invitó provocativa.

La tomé nuevamente por la cintura, quizás con más firmeza que la vez anterior, y entonces sentí cierta rigidez en el talle, como si debajo del vestido tuviera puesto un corsé. Traté de no pensar y concentrarme en la música. Nos llevábamos muy bien. Ella se adhería a mí con naturalidad, como si siempre hubiéramos bailado juntos.

Noté que desde las mesas nos miraban. Rey, sonriendo, levantaba el pulgar en un gesto de aprobación.

Terminó la música y nos quedamos en la pista, tomados de la mano. Casi enseguida se escucharon los acordes de un tango bien canyengue, de ésos que hay que saber bailar. Sin palabras, nos fundimos en el consabido abrazo, ella apoyó su cabeza sobre mi hombro, entregada y confiada. Siguiendo el compás, nos desplazábamos en perfecta armonía.

Cerré los ojos y la besé en el cuello; pero un olor repentino, como a formol, me pinchó con violencia la nariz y la garganta. Me turbó tanto que perdí el paso y la alejé con brusquedad. Me miró sorprendida y un poco fastidiada.

Cuando terminó la pieza la invité a sentarse.

-¿Qué te pasa? -preguntó, y noté preocupación en su voz.

-Creo que me falta un poco el aire -mentí. -Salgo un momento.

Intentó acompañarme pero le pedí que me esperara. Al salir le hice una seña a Reynaldo.

Ya en la puerta, le avisé que me iba.

-¿Tan pronto, viejo? ¿Te sentís mal?

-Estoy algo mareado -volví a mentir; me sentía incapaz de explicarle la horrible impresión que acababa de tener.

-Estás pálido, como si hubieras visto un muerto –y enseguida se dio cuenta de que había metido la pata. –Perdoname, soy un bocón –se disculpó mortificado.

Nos dimos un abrazo y empecé a caminar.

De repente, cuando ya estaba por llegar al auto, escuché que gritaba a mis espaldas:

-Che, ¿puedo sacar a bailar a la mina?

Me causó gracia. Sin darme vuelta le contesté:

-Sí, dale nomás.


3 comentarios:

  1. son las 8 de la mañana, leí tu cuento....siempre traen sorpresas tus cuentos...parecen venir tranquilos como en una ruta donde manejás sin nada que te distraiga, un camino tranquilo, donde las curvas están previstas y de pronto cuando esa seguridad te hizo abandonarte relajado en la red de pensamientos, algo se cruza, algo que detiene esa sensación de habitualidad, algo que te lleva al estado de alerta.....me quedó el corazón latiendo "como si hubiese visto una muerta"......muy bueno, me encantó Mónica

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  2. MUY BUENO, MUY CINEMATOGRAFICO, LLENO DE IMAGENES, SE PUEDE PERCIBIR EL CLIMA, LOS OLORES, LAS EMOCIONES. CON UN FINAL INESPERADO QUE LLEGA COMO UNA GUILLOTINA A 100 KMTS. POR HORA.
    FELICITACIONES.
    JORGE VARAS

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  3. Increible, tus cuentos siempre son una sorpresa, muy grata, y que nos deja pensando, seremos así algunas de nosotras?
    Lilia Rosales

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