El humo

por María Elena Spina

El atardecer es el peor momento, cuando el humo se pone más espeso y se mezcla con los vapores de la ciudad. Ana está parada frente a la boca del subte. ‘No me quiero morir como una rata, asfixiada bajo la tierra’, piensa y no baja las escaleras. Son las seis, las luces de la calle están prendidas, brillan rodeadas cada una de una aureola anaranjada y los autos tienen los faros encendidos. Ana camina hasta su casa. Hay poca gente y un resplandor malsano. Se apura, trata de no oler. En un rato va a estar en la bañadera llena hasta el borde, con la cabeza hundida bajo el agua, a salvo por unos segundos. Le duelen las muñecas, los hombros y las rodillas.

La primera vez que Ana notó el humo entrando por la ventana de la cocina, creyó que había un incendio en el barrio. Después supo que el humo estaba en toda la ciudad. Esa noche, se quedaron con Lucho hasta tarde sentados en el balcón, oliendo el olor áspero a madera quemada, que les recordaba viajes juntos, noches de campo y fogones. Se llenaron de nostalgia, hablaron mucho y se fueron a la cama con las ventanas abiertas. Cuando se despertaron al día siguiente y el humo seguía, el amanecer les trajo recuerdos de los amaneceres brumosos que habían conocido en Alemania. Ana salió a trabajar en un Buenos Aires desconocido. Con el sol del mediodía, el humo se hizo tenue pero volvió a la tarde y Ana y Lucho empezaron a sentirse incómodos y a hablar, como todos, de quemas y pastizales y de los posibles culpables. Les ardían los ojos, se les secaba la piel. En los días que siguieron, a Ana empezó a darle náuseas el olor amargo que impregnaba todo, y muchas noches soñaba que se moría bajo una montaña de hojas secas.

Pasaron tres semanas y ellos, como los demás, esperan que una lluvia lave la ciudad. Hace calor, el invierno no empieza.

Ana llega a su casa. Hay una ambulancia estacionada frente al edificio, una luz verde intermitente. Reconoce en la camilla a la vecina del piso de abajo. Los viejos no resisten, piensa. Cuando abre la puerta del departamento, huele humo, más humo adentro que afuera. Lucho está acostado en el sillón del comedor con la televisión prendida y sin sonido. En el piso se amontonan vasos y latas.
-Quedó una ventana abierta, - le dice - otra vez. Cómo no te das cuenta.
Va para el baño y cierra la ventana, aunque da lo mismo, el humo está en todas partes. Pone a correr el agua, se saca los zapatos y vuelve al comedor. Se para detrás del sillón. Lucho tiene puestos la remera y el pantalón corto que usaba a la mañana, Ana está segura de que no se movió del sillón en todo el día. Las imágenes del noticiero son borrosas. Hay soldados, oscuros, armados, con cascos y máscaras. Y hay hombres, mujeres y chicos con barbijos, que tratan de pasar.
- Los mexicanos entraron en pánico.-dice Lucho- Se enferman los animales, se enferma la gente. Los yanquis mandaron el ejército a la frontera.
-¿Vos crees que también hay humo allá?
-¿Humo? El humo no tiene nada que ver.
La filmación es corta y la pasan una y otra vez. ‘Pandemia: suman seis mil los muertos’ dice el titular. En un aeropuerto hay soldados o policías enmascarados y gente asustada. -¿Dónde es?- pregunta Ana.
- Frankfurt, Londres, Ámsterdam. Qué sé yo. En todos lados es lo mismo. A los que llegan, los amontonan en cuarentena.
-¿Y acá?
-Acá nada, de acá no te van a decir. Te vas a morir y ni te vas a enterar.
-Acá nos va a matar el humo.
Se repiten las imágenes silenciosas. Lucho mira hipnotizado hasta que suena el grito de Ana, desde el baño:
-¡El agua! ¡También se contaminó el agua!
La bañadera está llena de un líquido gris. Lucho cierra la canilla, saca el tapón y los dos se quedan mirando como el agua baja y las cenizas quedan pegadas en la pared de loza. Ana llora.
-Vámonos de acá, vámonos a algún lado, hasta que se acabe el humo.
Él no le dice que no es para tanto, no le dice que no exagere, que todo va a estar bien. No la abraza.
- Vámonos al sur, - dice-vamos a la cabaña.
A cada uno le da miedo el miedo del otro.

Lucho maneja, Ana ceba mate, extrañados de estar viajando.

Esa noche, llenaron una mochila con ropa, buscaron las bolsas de dormir, los dos con la misma urgencia. Ana trató de llamar a su hermana y a los del laboratorio para avisar que se iba, pero las líneas estaban muertas. A Lucho no le importó avisar a nadie. Se acostó a dormir unas horas para despejarse. Ana, que no podía quedarse quieta, salió a cargar nafta. En la estación de servicio los autos hacían cola como en víspera de vacaciones. Mientras esperaba vio en otro coche a una mujer mayor, muy maquillada, que se persignaba. Cuando fue su turno, la nafta se había acabado y tuvo que buscar otra estación. Volvió al departamento a la madrugada. Lucho dormía. Se acostó al lado de él y soñó que los dos estaban en una canoa en medio de un lago, inmenso y liso como un cristal, y que ella se mojaba las manos en el agua helada. Se despertó, se pasó una toalla húmeda por la cara. Lucho se había levantado y cargaba botellas de agua mineral. Cerraron todo y se fueron. Las latas de cerveza quedaron tiradas en el piso.

Todavía no amanece y en la General Paz flotan bancos de niebla y humo. Van despacio con las luces altas prendidas.
- ¿Por qué tanto coche?
-La misa en Luján. Era hoy.
Hay camionetas y micros anaranjados. Por las ventanillas empañadas se ve que adentro la gente canta o reza.
-¿La misa es por el humo?
-No creo. Por la epidemia será.
- Por la epidemia y se amontonan todos… Dios mío, nos estamos volviendo locos.
Ana se imagina la basílica, las torres que se pierden en la niebla y la plaza llena de gente, como en una película.

Toman un desvío. En Mercedes vive Hugo, el primo de Ana, en el campo que era de la familia. Todos los años, cuando ella y Lucho salen para el sur, paran allí a desayunar, es el principio del viaje. Dudaron si ir o no esta vez pero ahora, mientras avanzan por el camino de tierra, los dos se sienten inesperadamente aliviados. Hablan de los colores que va a tener el bosque de lengas, y de que van a estrenar la salamandra nueva. Hablan de las caminatas que van a hacer y de que Lucho va a retomar la traducción del libro que dejó abandonada desde que empezó el humo.
- Vamos a estar bien los dos.-dice Ana.

Cuando llegan, la tranquera está abierta y la casa tiene las luces prendidas. Sale Hugo con la campera puesta sobre el piyama y corre hasta el auto.
-¿Pasó algo malo?- pregunta, mientras se bajan.- ¿Los chicos están bien?
Les dice que la mujer se fue la tarde anterior a Buenos Aires con los mellizos.
- María se los llevó en la camioneta. Tenían una tos fea. Todavía no pude comunicarme, no hay señal.
Está con cara de no haber dormido.
-Tendría que haber ido yo también, pero no quería dejar el campo solo. Desde hace unos días se están enfermando los conejos.
-Los conejos.- dice Ana.
- Les agarra una especie de moquillo y a la mañana amanecen muertos.
Están los tres parados al lado del auto, muy juntos.
- ¿Me llevan a Buenos Aires?
-Nosotros vamos para el sur.
-¿Al sur, ahora?
No le dicen que es por el humo.
- Entonces déjenme en la terminal, me tomo el ómnibus. Ya vengo.
Ana y Lucho suben al auto.
- Conejos muertos.-repite ella.- ¿Viste la cara de Hugo?
-Es que está solo. Sin María, a tu primo se le viene el mundo abajo.
-Por qué no volvemos a casa.-dice Ana. - De paso lo llevamos.
- No, Ana, a Buenos Aires no volvemos. Mañana vemos amanecer sobre el lago.
Llega una moto sin luces, haciendo un ruido sordo que se ahoga en la niebla. Se acerca a la casa. Hugo sale con una linterna y los dos hombres hablan un rato parados frente a la puerta. Después se van para atrás, donde están los animales.
Que se apure, piensa Ana.
Hugo vuelve a la casa, sale con un bolso, ni se peinó. Se sube al auto.
-Más bichos muertos. Le dije al chico que por lo menos se encargue de sacarlos del galpón, que no se contagien todos. Que los queme afuera. No sé que es esta peste. Nadie sabe.
Ana empieza a sentirse mareada.
- Para colmo este humo de mierda. ¿Hay tanto humo en Buenos Aires?
-Sí. Hay.
Se le ocurre que Hugo no se lavó las manos. Saca unas toallitas húmedas y se pasa una por la frente y por los brazos. Lucho maneja rápido, van a los saltos por el camino de ripio, los tres callados hasta el pueblo.
- Buen viaje- les dice Hugo cuando se baja.- Y paren a saludarnos, a la vuelta.
-Cuidáte. Te llamamos.-dice Lucho.
Ana quiere decir algo, pero no puede, está enojada.

Se alejan despacio de la terminal llena de gente que va y viene. Ana cierra la ventanilla, la vuelve a abrir.
- Quedó olor en el auto. Como un olor a bicho muerto, ¿sentís? El olor que traía Hugo encima.-dice. -Lucho, ¿sabés qué?
-Ana, no. No empieces.
- Estoy segura, el humo es por los animales. Queman animales. No me digas que no se te ocurrió. Montañas de bichos muertos en todas partes, conejos, pollos, ¿te imaginás? Capaz que hasta animales grandes se están muriendo. De ahí viene el humo, y nadie lo dice. No de los pastizales.
-Ana, basta. No seas tonta. Levantá la ventanilla.
-Me siento mal, me duele todo.
-Basta. Poné música. Dormite un rato.
Ana piensa en las parvas de cuerpitos peludos y chamuscados y en la tos de los mellizos.
-Suerte que no tenemos hijos.
En un rato están otra vez en la ruta. ‘We're just two lost souls swimming in a fish bowl’, canta Lucho bajito. Ana cierra los ojos.

La despierta la vibración. El viento sopla de costado en ráfagas que sacuden el auto. Ana mira el reloj del tablero. Son casi las nueve y todavía no amanece.
-Es por el polvo. Aquí tampoco llovió.
El cielo se ve bajo y oscuro, y hay como un paredón negro en el horizonte. Al borde del camino pastan vacas, negras en el campo amarillento.
-Que colores.- dice Lucho.
-Dan miedo. No hay casi autos, no hay camiones.
-Mejor.
Es la hora en la que Ana llega al laboratorio, prende la computadora, se sirve un café. Le gustaría estar allí. Mira a Lucho, que maneja rígido, inclinado hacia el parabrisa. Estira el brazo y le pasa la mano por el cuello.
-¿Seguro que no querés volver?
El aleja la cabeza.

No hay nafta en Pehuajó. Lucho quiere seguir.
-Es mejor esperar, -le dice Ana, -el camión del combustible tiene que llegar de un momento a otro.
Igual, parece que no se consigue nafta en ningún otro lado. Hay mucha gente en el bar, algunos pasaron la noche. El baño está cerrado, las heladeras vacías. Ana compra pastillas de menta y busca una botella de agua mineral en el baúl. Toma un poco y se moja las manos resecas. Le da el resto a una mujer con un bebé que llora y tose, también le da su caja de toallitas. Sentada en un rincón, hace palabras cruzadas.
Pasan las horas. Lucho sigue en el auto, recostado sobre el volante. No quiere bajarse, ni comer. Cuando por fin llega el camión, Ana sale del bar y lo ve discutiendo con el del coche de atrás, un tipo con barbijo, a los gritos los dos, hasta que por fin la cola avanza.

A las cuatro de la tarde están otra vez en la ruta. El viento sigue barriendo los campos y hay un resplandor como de atardecer, rayos que se cuelan en la atmósfera de humo y polvo.
-Y si tampoco hay nafta en Acha, ¿qué?
-Que sé yo, Ana, ya veremos.-dice Lucho. -Fuiste vos la de la idea de viajar, ¿no?
-Ahora quiero volver.
Lucho acelera.
-Llevo horas manejando en esta puta niebla. Horas en la cola. Déjame en paz.
-Quiero volver.
Ana no sabe discutir. Repite:
-Volvamos.
Lucho no contesta y el silencio va llenando cada rincón del auto. Ana apoya la frente contra la ventanilla. Por lo menos las lágrimas le alivian los ojos secos.

Cruzan algunas camionetas, cargadas de gente y de cosas. Ven un auto parado en la banquina, sin luces, y dos hombres que les hacen señas. Lucho no frena. El puesto de policía de Catriló está a oscuras: los conos de plástico anaranjados ruedan en medio de la ruta.

Ana está mareada. En los viajes a Mar del Plata, de chica, le decían: pensá que ya llegaste, pensá en el olor del mar. Ahora se imagina en una cama de sábanas blancas. Trata de recordar el perfume de la lavanda que florece detrás de la cabaña en verano.
-Pará. Que voy a vomitar.
Lucho frena en la banquina. Ana abre la puerta del auto y dos pájaros grandes y oscuros aletean y levantan vuelo. En el fondo de la zanja, al borde del camino, hay un animal muerto: una vaca con las tripas afuera. Ana se tapa la nariz y la boca pero siente la arcada subir.
-¿Mejor?- le pregunta Lucho cuando vuelve al auto. El también está muy pálido, con los ojos rojos. Ana le toca la frente.
- Tengo fiebre.
Se toma dos aspirinas con el agua tibia que queda en el termo.

En la estación de servicio de General Acha no sale nadie a atenderlos, pero hay luz en el bar, una luz blanquecina, y adentro un viejo y una vieja sentados. Ana golpea el vidrio sucio hasta que la mujer se para y abre la puerta. Tiene un mameluco, botas y se tapa la nariz y la boca con un pañuelo.
-¿Tienen nafta?
-Tenemos, señora.- Parece extrañada de verlos. - ¿Van para la capital?
Lucho se acerca, caminando como si estuviera borracho.
-Cargá vos, – dice – que yo voy a tomar algo.
Se sienta en la salita. Las dos mujeres van para el auto.
-¿De dónde son? – pregunta la vieja.
Hay dos perros tirados en medio del paso. Ana le toca el lomo a uno, con el pie. Por un momento piensa que está muerto. El perro mueve una pata, pero no se levanta.
-Cubrasé, señora, que el aire le va a hacer mal.- dice la vieja. – En el pueblo cerramos todo. Hay que poner trapos mojados, para que el olor no entre en las casas.
-¿Qué es este humo? ¿Usted sabe? ¿Qué es lo que están quemando?
-Nadie quema nada. El aire se puso malo. Dicen que hay que irse al mar, que ahí el aire es mejor. Dicen que acá se va a acabar el agua.
Empieza a llenar el tanque y tose de tanto en tanto.
-¿Van para la capital?- vuelve a preguntar.
-De ahí venimos. – dice Ana – Vamos para el sur.
-Les conviene volverse, señora. Mi hijo se fue para Buenos Aires, con la mujer. Yo también quería ir, pero el viejo no. Dice que prefiere morirse acá.
-No se va a morir nadie -dice Ana.
La vieja termina de cargar y cuelga la manguera en el surtidor.

Lucho está recostado sobre una mesa, con la cabeza entre los brazos. Ana se sienta al lado.
-Está mal, el hombre.-dice el viejo.- Le preparé un té de yuyo.
­-A mí déme un té común. ¿Tiene agua mineral?
-Soda, nomás. Si quiere, se lo preparo con soda.
Lucho levanta la cabeza, está muy rojo. Mira a Ana, como si le costara reconocerla.
-Tenías razón. Había que volver.
Ella pone una mano sobre la mano de él. Está helada.
-Lucho, tenés mucha fiebre.
-No puedo manejar más. Quedémonos a dormir acá, busquemos un hotel y mañana nos volvemos. Tenías razón, Ana, había que volver, perdonáme.
Parece que se va a poner a llorar.
‘Otra vez me hacés lo mismo’, piensa Ana, ‘otra vez me dejás sola’. Respira hondo y dice:
-Ahora hay que seguir. Acá no podemos quedarnos. Está todo cerrado, la gente se enferma, la gente se va. Sentís el olor, es como estar en un basural. Este es el peor lugar.
Los viejos miran la televisión, un concurso donde bailan chicos disfrazados.
-¿No hay un noticiero?- pregunta Ana. La vieja no la escucha y le sonríe.
El té está oscuro, apenas tibio. Ana le pone mucha azúcar y se lo toma de un trago, sin sentirle el gusto.
- Yo manejo, Lucho. Son unas pocas horas más, el cruce del desierto, y llegamos al valle. Dormimos en Roca o en Cipoletti. Ahí está el río, hay agua.
-Perdonáme- repite Lucho.
Cuando salen la vieja la agarra del brazo.
-Ustedes todavía son jóvenes-dice.

Lucho tiene frío. Ana saca una bolsa de dormir del baúl. Lo ayuda a meter las piernas adentro y a acomodarse en el asiento reclinado. Es noche cerrada. Los faros del auto abren dos túneles de luz que se diluyen a pocos metros, en la nada. Va despacio, concentrada en la línea blanca de la banquina.

Toca la frente seca de Lucho.
-A vos la fiebre te sube enseguida. Tu mamá siempre cuenta que de chico delirabas. Ya vas a estar bien.
Pone el único cedé que trajeron, para no oír el ruido del viento. ‘Esta música no la quiero escuchar nunca más en la vida’, piensa. Calcula que tienen una hora todavía por la pampa, después el desierto, la represa y la larga bajada hasta el valle.
-Lucho- dice- ¿te acordás, el verano pasado? Hacía tanto calor. Paramos en Roca. Yo no quería, vos me convenciste. Compramos duraznos. Los mejores duraznos de nuestras vidas, enormes, jugosos. Los comimos, sentados en el pasto, al borde del canal. Después nos descalzamos, metimos los pies en el agua. Había unos chicos que se bañaban.
Lucho respira con ruido.
- Nos quedamos a dormir, ¿te acordás? Era una hostería medio alejada. A la noche, se oía el ruido del agua. Podríamos parar ahí. Lucho, ¿me escuchás?
Le pasa la mano por el pelo.
- ¿Qué frutas habrá ahora en el valle? Es la estación de las peras. Peras de invierno, las llaman. Quizá haya uvas, me gustaría ver las uvas en los viñedos.

Pasan un cartel. La reserva está a doce kilómetros. Una vez, un ñandú cruzó la ruta con la cría y se paró del otro lado, mirándolos. Lucho les sacó una foto.
-¿Qué se habrá hecho de los ñandúes?- dice Ana.
Le duele la nuca. Es un dolor que sube, le recorre el cráneo y se concentra en una puntada sobre los ojos. ’Tengo que aflojarme’.
Suena un bocinazo, como la sirena de un barco. Un camión viene de frente, una mole con luces rojas y verdes. Ana se tira a la banquina.

Baja la música. Desde hace un rato, le parece sentir una vibración en el volante, no es sólo el viento. Acelera, el motor hace un ruido cada vez más ahogado. El auto va a los tirones y al final se para. Vuelve a darle arranque, una, dos, tres veces.
-Lucho, se quedó el auto.
La voz le sale ronca.
-Es la nafta de mierda que nos vendió la vieja. Vieja de mierda.- dice. Le tiemblan las manos.
-¿Qué hago ahora? Lucho, decíme algo.
Le sacude el brazo. Lucho gira la cabeza y la mira. Al final dice:
-Ana, no importa.

Ana está con la frente apoyada sobre el volante. Respira hondo.
-Voy a buscar ayuda. Tiene que haber un guardaparque en la reserva, un cuidador. Alguien que nos venga a buscar. Alguien que te atienda.
Le parece que Lucho contesta algo, pero es un quejido.
Se baja del auto. Del asiento de atrás saca un pañuelo y se lo ata, tapándose la boca y la nariz. Sigue soplando un aire que quema.
-Ya vengo.-dice.
Da unos pasos y vuelve a buscar la billetera. Empieza a caminar. Se siente en una cueva inmensa, donde no llega ninguna luz, ni de la tierra ni del cielo. Va muy despacio. Para no perderse, sigue el borde de la banquina, arrastrando los pies: uno sobre el asfalto, el otro sobre el pedregullo. Cada tanto acerca la mano izquierda a los ojos y prende la lucecita azulada del reloj pulsera para asegurarse de que su cuerpo está ahí, de que no se disolvió en la oscuridad. ‘Ayer a esta hora estábamos en casa’, piensa, ‘mirábamos la televisión.’
Patea algo. Tropieza. Se cae para adelante sobre un bulto peludo y húmedo. Grita de asco mientras se para. Parece el cuerpo de un animal grande que todavía se mueve. Ana retrocede y se limpia las manos frotándolas sobre el costado del pantalón.
-Esto no puede ser. Esto no me puede estar pasando. Esto no me está pasando- repite varias veces en voz baja.
No se anima a seguir, da media vuelta. Empieza a correr por el medio de la ruta, hasta que siente miedo de no ver el auto y perderse en la oscuridad. Entonces se arrima a la banquina y retoma la marcha lenta.

Lucho sigue ovillado sobre el asiento.
-Mejor esperamos aquí.- le dice.-Ya va a pasar alguien. Está demasiado oscuro afuera.
Prueba el arranque, una vez más, y prende las luces de la baliza. Sale del auto y se queda afuera apoyada contra el capot.
-Que pase alguien, que pase alguien- dice, en un rezo, mientras las luces se prenden y apagan. Se le cansan los ojos, de tanta oscuridad.

La fiebre le está subiendo a ella también. Siente escalofríos. Saca una botella de agua del asiento de atrás, todavía quedan varias, y las aspirinas. Se toma dos. Disuelve otras dos en la tapa del termo, y se las da a Lucho, despacio.
-Me explota la cabeza -dice él. Casi no se le entiende, de tan seca que tiene la boca.
-¿Dónde estamos?
-Nada, dormíte. Ya nos van a venir a buscar.

Ahora Ana está en el auto, acurrucada al lado de Lucho. Se metió en una bolsa de dormir, ella también. Tiene frío.

-Me escuchás, Lucho – dice en un murmullo. - Te lo conté muchas veces. Lo que me decía mi hermana cuando éramos chicas. Que cuando se iba a dormir, y estaba triste o asustada, podía elegir donde quería despertarse. Hay que pensarlo muy fuerte, me decía, y lo lográs. Yo le creía. A mí no me funcionaba, pero igual le creía.
-Mañana me quiero despertar en casa, en nuestra cama, abrazada a vos. Quiero que me despierte la radio, y el olor del café. Lucho, quiero despertarme en casa.
Va cayendo en un sopor en el que camina entre pájaros muertos. Alguien le da una pala y empieza a palear. Tira los pájaros en una carretilla. Le duelen los brazos y la espalda. Siente un cansancio infinito.

Abre los ojos. Afuera sigue oscuro y las luces de la baliza se apagaron. Lucho está inmóvil, casi no se escucha su respiración ronca. El reloj pulsera marca las nueve. Quizá durmió mucho y ya es la noche siguiente. Quizá es de mañana y no amanece. Tiene un gusto amargo en la boca y le quema la frente y todo el cuerpo. Le faltan fuerzas para estirarse y buscar una botella de agua. Vuelve a cerrar los ojos.


Por fin la despierta el sol que entra por la ventana y da de lleno sobre las sábanas. Lucho ya se levantó. Ana se para, descalza sobre el piso de madera, y lo ve afuera, cortando leña. Golpea el vidrio para llamarlo. Las hojas de los árboles están rojizas y el lago es un espejo inmóvil, verde claro hasta el veril y después azul profundo.

Ahora están en la playa. El borde del agua forma una línea quieta. Ana está sentada sobre las piedras tibias con su hermana en uno de esos atardeceres interminables del sur. También están Hugo y María. Los chicos se alejaron. Ven sus siluetas, los dos parados sobre una roca plana, con sus cañas, ahí donde la playa termina y empiezan las piedras grandes. A veces llega un grito o una risa en el aire inmóvil. El mate está tibio y comen pan, hundiéndolo directamente en el pote de mermelada. De atrás llega el perfume áspero de las rosas mosquetas, calientes del sol de todo el día. Uno de los mellizos se acerca, corriendo descalzo sobre las piedras. Se ríe, tuvo un pique.

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