Estercita

por Marion

Estercita. Sí. Estercita. No era Ester. Bueno, el cuento siempre comienza a las 14:45 cuando con paso dubitativo y desordenado llega a su escritorio. Su bolso siempre colgado en la mitad del antebrazo, a mitad de camino entre el hombro y la mano, se adhiere a ella. Su pelo, de un amarillo sucio, manchado de tanto desgaste se flamea desprolijamente cual bandera, siempre a contratiempo de su andar.

Como una decisión casi premeditada, el pulóver al revés, la botamanga de un pantalón termina agonizando dentro de la media, los cordones divorciados se arrastran casi con desgano por el piso; sus anteojos se deslizan hacia la punta de la nariz queriendo alejarse de sus ojos.

Estercita siempre está perdiendo algo, como si chorreara cosas, un papel que se desliza de su escritorio, la campera que termina durmiendo la siesta sobre la alfombra, un papel de caramelo, una lapicera, siempre algo que intenta desprenderse de ella.

Estercita llegó hoy al call center, como todos los días, corriendo por el pasillo, con los pies marcando las diez y diez, y sin deshacerse de su abrigo, firmado cariñosamente por alguna paloma, tomó asiento en su escritorio y con su voz aguda comenzó a hablar. Atiende, en un francés atropellado, clientes malhumorados.

Estercita habla sin importarle quien la escuche. Busca un par de ojos que la miren fijamente y en ese momento ¡zas! Se despacha con un sinfín de palabras, una catarata de frases sin puntos ni comas que cuentan por lo general situaciones llenas de complicaciones, tropiezos, ausencias, olvidos; entre medio se cruza alguna carcajada que intenta ser contenida.

Cuando Estercita habla, siempre se para apuntando a su interlocutor con su panza, y toma forma de tetera, sosteniéndose las costillas con las manos.

Estercita es adicta a las DRF de naranja. Las consume casi con desesperación mientras desde su silla, abrigada por su campera, mira el monitor buscando noticias, datos.

Ella siempre busca, no se sabe muy bien qué, pero busca; aquello que perdió, aquello que no conoce.

Estercita es sola. No está, es; según sus propias declaraciones, realizadas en una cocina, con un vaso de plástico lleno de agua. No atiende el teléfono porque ese trabajo ya está asignado al contestador, no tiene celular porque no le gusta que la persigan, detesta a la clase obrera, habla alemán, sabe latín y es profesora de letras: se autodefine como una persona muy culta. Siempre tiene un libro que por lo general vive un permanente otoño y anda deshojándose por ahí. Estercita levanta y acomoda, y la situación puede volver a repetirse infinidad de veces durante el día.

Estercita se olvidó su condición de mujer en un armario de madera, en una percha mal colgada. Su cama sin hacer, las sábanas revueltas de silencio y la mesa de luz vomitada de libros otoñales. Tres pares de anteojos tirados en el piso, perdidos entre pantalones y remeras olvidadas en un rincón desde hace más de dos días. Las bibliotecas deformes de cargar tanta sabiduría, enormes ve cortas que cuelgan de las paredes manchadas de humedad.

A los pies de la cama, una alfombra deshilachada espera cansada, que cada mañana Estercita apoye sus pies al levantarse.

Los días comienzan a las 7:30 de la mañana, dice no poder dormir hasta tarde. Diez pasos dormidos hasta el baño, pateando cadáveres de tazas, ropa y libros. El recorrido sigue hasta la cocina, donde el cementerio de platos está instalado. La pava al fuego. El agua hervida muere en una taza quizás sin lavar, no importa. Té común, y el diario por Internet. De refilón lee los titulares mientras Carmela, una perra retacona, excedida de peso y falta de pelaje, se pasea entre sus piernas.

Carmela se acomoda entre la ropa tirada en el suelo, sobre todo aquella que está cerca de la ventana, por donde entra el sol a las cuatro de la tarde.

Una vez el diario leído, Estercita llena el plato de Carmela con alimento balanceado y deja la bolsa tirada en un rincón.

Abriéndose paso entre los montículos de cosas, ella logra encontrar el pantalón, alguna remera, algún pulóver, un par de medias, las zapatillas llenas de barro y luego de pasar diez minutos por reloj para vestirse, tomar bolso y cartera en mano, se retira hacia Plaza de Mayo, bajo un cielo cubierto de palomas.

Y ahí llega Estercita, apurada y goteando; cansada y encorvada, para comenzar su jornada laboral.

Luego de dos horas de arduo trabajo, se toma un anhelado descanso, y baja las escaleras sosteniendo un cigarrillo, con la mano derecha, al que mira con desesperación y que será fumado en solo dos pitadas, mientras con su mano izquierda sostiene sus costillas. De tanto en tanto, emite alguna pregunta a la que se responde con convicción, sonríe, se rasca la cabeza y vuelve a su puesto de trabajo.

A las seis en punto se toma un nuevo descanso y parte rumbo a la cocina con un frasco de café instantáneo en la mano, balbuceando pensamientos incongruentes. El frasco, pequeño y de tapa roja, muestra una etiqueta con su nombre, evitando posibles hurtos.

Pero a veces lo inevitable sucede. Estercita jura y perjura haber dejado el frasco sobre su escritorio, si por una cuestión mágica, una mano amiga de lo ajeno o vaya uno a saber qué, la historia es que el frasco desapareció y Estercita entró en pánico. Durante días recorre pasillos preguntando con desesperación si alguien, por casualidad, no vio su frasco de tapa roja, marcado con su nombre.

El miércoles de la semana pasada, Estercita, radiante como siempre, apurada por llegar a horario y lanzando un: "¿Y chicos, como venimos hoy, eh?", lo cual en el lenguaje de Estercita significa si habrá mucho o poco trabajo; depositó su humanidad en la silla y tiró uno de sus bolsos sobre su escritorio sin darse cuenta del ramo de petunias blancas que la esperaban. Las flores, agonizaban bajo su bolso de tela, cuando Estercita descubrió una caja repleta de paquetes de DRF de todos los sabores. Estercita no podía creer lo que sus ojos veían, Treinta paquetes de DRF prolijamente dispuestos en una caja de cartón junto con un sobre, el cual abrió y dentro encontró una tarjeta que declaraba la siguiente frase: "Por la felicidad que me da saber que te tengo cerca, tuyo, Huberto". La tarjeta cayó de las manos de Estercita como suicidándose, pero sus ojos desquiciados se clavaron en la caja de pastillas.

Para ese entonces Estercita ya se había olvidado de su frasco de café, del trabajo y hasta de su enamorado. Sacó un paquete, desnudándolo frenéticamente, se bajó un poco el cierre de la campera, solo algunos centímetros y cerrando los ojos introdujo dos pastillas de naranja en su boca. Para las nueve de la noche no quedaba una sola pastilla de los treinta paquetes.

El jueves, faltando veinticinco minutos para que Estercita llegara a su puesto de trabajo, ya se podía apreciar sobre su escritorio una caja de chocolates con forma de corazón, con un cupido en relieve y una tarjeta blanca que esbozaba un tímido: "Porque llegues mil veces tarde y te pueda ver correr cual gacela por los pasillos, tuyo, Huberto", pero Estercita no registró ni los chocolates. Su libro deshojado, el bolso de tela, los anteojos de sol, fueron a tapar la caja que una vez, como las flores el día anterior, agonizó en el olvido.

Viernes. Estercita corre repitiéndose cosas a las que responde con convicción. Llega a su escritorio. Otro ramo de petunias aplastado, otra nota suicidada, otra declaración de amor sin destinatario. Estercita tira sus cosas en el escritorio y mientras emite la pregunta de rigor, se deja caer sobre la silla. Las petunias deshojadas comienzan a decorar el piso, pero Estercita solo se encarga de guiar su mouse buscando noticias por Internet.

"Que tus ojos azules me descubran un día, tuyo, Huberto" fue la tarjeta del viernes. "Ojala pueda algún día desenredar tus cabellos, tuyo, Huberto", declaró la tarjeta del lunes. "Tu presencia me deja sin aliento, tuyo, Huberto" la tarjeta del martes.

Estercita seguía asesinando tarjeta, si no era con el bolso, las arrastraba con la campera, o las tapaba con el codo. Solo esperaba algún otro día mágico en que alguien se apiadara de ella y volviera a dejarle una caja repleta de paquetes de DRF de todos los colores.

Miércoles. 14:45. Un sobre blanco espera a Estercita. Dentro una tarjeta susurra: "Desearía verte fuera del trabajo, tengo DRF, tuyo, Huberto". Estercita llegó, como todos los días, se desplomó en la silla y volvió a preguntar, como cada jornada laboral: "¿Y chicos, como venimos hoy?" asesinando otra tarjeta…

No hay comentarios:

Publicar un comentario